Las sábanas escupen mis huesos, no soportan su adormecida
vida enfriándolas y me gritan, ¡Vete y escribe que a mí no me importas!
Me levanto y escribo por un mandato, una maldición que ya no
busco entender. Bien o mal, no interesa: mis palabras son una serie de brochazos
desesperados, una policromía caótica al viento. El don musical no me ha sido
dado, canto mal y mejoro levemente cuando estoy borracho, mi falsete desafinado
ofende a Matilde.
Para la danza, siempre fui una verguenza, mis huesos más duros que el mármol ofendieron a más de una salsera. Yo
bailo con la palabra, le dije alguna vez a aquella que no entendió y que quería que aprenda tango y luego a ritmo de merengue la penetre. No entendió, o tal vez era más lúcida que yo que sabía que en esta vida es un absoluto desperdicio preguntarse lo que había
detrás de tanta barroca metáfora, tanta analogía inservible para sobrevivir en
lo cotidiano, para llenar de versos su espalda curvada.
Si, escribo como purga y castigo, lo haré hasta el último
suspiro, aunque nadie lea, aunque todos me escupan, escribiré porque de esta
boca ya no brota espuma, si no sangre coagulada en versos.
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