Escribir
es una terrible penitencia, un tortuoso placer que no se los aconsejo. Como en
todo juego humano, donde uno busca eso que no existe, que nunca estará
presente, es a su vez un placer inenarrable. Don y látigo decía Truman capote,
don y látigo pero solo para la autoflagelación. Por eso decidió salir de un
rincón de la memoria y dejar de disfrutar en medio de un desierto de
aburrimiento un oasis de horror, parafraseando la deconstrucción del poema de
Baudelaire hecha por Roberto Bolaño.
Cuando algo nace se celebra, por más que, cómo en este caso el grito de vida convoque muchas muertes, pero al final ¿acaso de eso no se trata todo? ¿Acaso la muerte no es el otro lado de la moneda del estar, del devenir en este mundo? Es necesario entonces tenerla presente aunque incomode.
Una obra empieza como un esbozo, una idea sobre algo que aquel que habita más allá de lo que se dice, te va susurrando al oído y te taladra el cerebro hasta que es insoportable, entonces empiezas a narrar y lo escrito cobra vida. Caprichosamente la mayoría de las veces ella elige su camino y solo eres un medio para lo que quiere decir. Guía tu mano, por lugares y recorridos que nunca pensaste al escribir el primer párrafo, tal vez a eso se refería Javier Cercas cuando decía “Un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino precisamente de lo que ignora” y fue aquello, ignorado por la sistemática desensibilización hacia la violencia que me enfrentó con el espejismo de creer que uno sabe de lo que escribe, cuando en realidad no tiene idea de nada.
El Acto de Agua incluye trece relatos, cuentos, historias como quieran llamarlos. Cierra el mismo 2306 el cual narra el Feminicidio de Manuela Mamani y cuyo nombre lleva el primer y único observatorio de violencia de género en Bolivia. No es un ensayo o una tesis es literatura fría, cruda, desalmada, subida de tono, literatura sin tapujos, llena de amor, temor, pasión y dolor como la vida misma y punto.
Estas historias hablan del amor, de la revancha, de la vida, de la muerte, de la impunidad y la cobardía. Tal vez sus palabras llevan en sus líneas una inevitable disputa, una encarnizada pelea mental en la cual como autor y hombre educado para ser macho formé parte. Es un devenir, desde la ficción, desde la memoria, desde lo autobiográfico, desde la denuncia y la indignación, un intento de transcurrir por la vida, la muerte, el infierno y el purgatorio.
El Acto de Agua, es a su vez el nombre de uno de sus textos más ambiciosos, un homenaje o un memorial al acto desesperado de muerte, a la necesidad de lavarse el cuerpo, un despojarse de lo no deseado que permanece en la piel, en el alma. Un guiño al poder curativo del agua, al efecto simbólico que aporta en todo bautismo o exorcismo. Un homenaje a la Ofelia de Hamlet o de Müller, a la muerte de Virginia Wolf o la de Alfonsina Storni. Al rostro lleno de escarcha de hielo de Manuela Mamani encontrada en el lecho de un rio. Es también un lavarse las heridas. Pero si acaso todo fuera tan fácil como hacer un acto de agua y purificarnos, las heridas de la violencia sanarían solas con solo sumergirnos en un rio, en una tina caliente colmada de agua bendita y listo. Si así fueran no estaríamos acá.
Este libro no es apología, no es denuncia, no es morbo amarillista, no es una visión maniquea de la violencia, tampoco una investigación psicológica o periodística. No es un libro costumbrista, no es realismo social. Tampoco una suma de fabulas a lo televisa así con héroes, villanos y víctimas que tanto nos gusta. Es una forma más de hablar de la violencia, como se habla de la vida, como se habla del amor. Mirarla, aceptarla y reconocerla como parte de nuestra naturaleza humana, como ese “tanatos” que da la razón al “eros” que añoramos.
Estas páginas hablan de nosotros mismos de lo que desconocemos o escondemos y que coexiste y habita en cada uno “La Muerte es la compañera del Amor, juntos gobiernan el mundo” decía el viejo Freud. Este libro es un decir que debió ser dicho, por un acto personal, un encuentro con la violencia que habita nuestra historia, la producida, la que entregamos y recibimos y sobre cuyos efectos es necesario hacernos cargo, no corregirla, simplemente hacernos cargo, como diría Roberto Bolaño en aquella lucida sentencia “la violencia es como la poesía, no puedes cambiar el viaje de una navaja. Ni la imagen del atardecer imperfecto para siempre”
Hay desesperanza en esta obra alguien me lo dijo, no todo puede ser tan malo, tan oscuro como lo cuentas. Yo creo que la realidad cotidiana supera con creces a la ficción de estas páginas en ellas se narran tres feminicidios en cinco años. En los últimos seis meses se cometieron casi cincuenta en el país “la realidad supera a la ficción”. La violencia es cruda, como esa frase hiriente en nuestro discurso cotidiano que habla de clavos sacando otros clavos. Cruda pero ¿qué hacemos con las marcas dejadas por las puntas? Por los clavos entregados, por aquellos recibidos, acaso deberíamos parafraseando a Lacan, ¿aceptar en silencio ser yunque por que no tuvimos compasión cuando nos tocó ser martillo?
A las ocho de la mañana del 23 de junio
de 2005, en la zona Huayna Potosí de El Alto Norte, encontraron el cadáver de
Manuela Mamani. Yacía a tres cuadras de su casa, en el lecho de un rio y con el
rostro hundido en un charco. Sus trenzas tenían la misma escarcha de hielo que
al amanecer produce el invierno en la hierba.
Cuando
Manuela visitó por primera vez El Centro, lo hizo después de varios años de
aguantar en silencio los malos tratos y golpes por parte de su marido. Por
temor y culpa calló, la violencia de palabra, las patadas en la cara. El
detonante que incrementó las reacciones violentas en su marido, fue la libertad
“de producir y liderar”. Manuela empezó a ser productiva y ganar dinero,
vendiendo canastas tejidas y asumió un activo rol de liderazgo en el taller de
mujeres de “El Centro” que le permitió, tiempo después, ser elegida como
dirigente de la junta de vecinos de la zona.
Manuela
era reservada, de pocas palabras, sin embargo proyectaba la firmeza y
convicción de saber lo que quería para su vida. De tez morena y alegre simpatía
en el rostro, tenía una catarata en el ojo izquierdo que nublaba su vista, pero
no le importaba y, menos aún, le quitaba la profundidad y optimismo en la forma
de enfrentar el mundo. Sus labios eran finos y alargados, con la comisura un
poco inclinada hacia abajo, lo cual le daba a su expresión una mezcla de dureza
y “alegría por venir al centro”. Cuando hablaba, dejaba ver los dientes, bien
cuidados, develando un carisma no explotado y capaz, pese a su limitado manejo
del lenguaje, de persuadir con facilidad a la gente que la rodeaba.
El sargento Quispe, dos horas después de la
llamada de los vecinos, llegó al lugar en una patrulla-ambulancia de la PTJ.
Con los años había aumentado de peso y, por su baja estatura, se veía más
rechoncho. Llegó estrenando una chamarra negra, con tres grandes letras
amarillas en la espalda que formaban la sigla PTJ. El asesinato de Manuela era el 210, número treinta que le
había tocado atender desde el caso de M.C. hace tres años. Con el tiempo se
había vuelto más lento y el volumen de su abdomen le producía mayor cansancio
al caminar.
Calladita miro a las señoras que salen y
se van, después de entrar a hablar con la señorita, ¿qué cosa siempre les dirá
no? ¿Sabrá lo que se siente? He venido porque me han dicho que ella sabe
ayudarse, decir cosas buenas, cuando tienes problemas con tu marido. La verdad,
cansada siempre estoy, años he tenido que aguantar calladita sus palabras y
golpes. Años me ha dominado con sus insultos, pero ya no quiero. ¿Qué de mal he
hecho yo siempre por venderme cosas y querer darles a mis hijas algo mejor?
¿Acaso mueble soy? Si la plata no alcanzaba, él todo siempre sabía tomárselo,
seguro con sus cholas, he pensado. ¿Qué de malo es pues querer salir adelante y
mejorar? He decidido que ya no quiero tener miedo, quiero mirarle sin llorar.
El día que el Sargento Quispe, convocado
por la denuncia de los vecinos, recogió el cadáver de Manuela, ella llevaba un
gorro de lana tapándole la cara, una chompa amarilla y dos polleras (una roja y
una azul). El investigador refirió que en el mundo del hampa existe la creencia
de que si se tapa la cara del cadáver, este no podrá ver al asesino y será más
difícil atraparlo. Al examen físico externo no se detectaron marcas de ninguna
clase en el cuerpo, pero sí se vio la cara hinchada y los ojos saltones, señales
que ya Quispe conocía como las de muerte por asfixia. Cerca del cuerpo
encontraron una manta y una bolsa de manualidades. El dinero que llevaba
permanecía intacto.
Hasta la llegada de la policía, el
cuerpo de Manuela permaneció inerte en el suelo, velaron su partida solo un par
de perros callejeros. Perder la vida fue cosa de menos de cinco minutos. Su
verdugo le tapó la boca, luego la estranguló y le quitó el aire de libertad que
empezaba a gozar.
La muerte de Manuela estremece hoy a las
voces que la nombran: la del que narra, la del verdugo y a las mujeres que
estarán luego de su partida para decirles “permaneceré en el aire, aunque me
hayan quitado hasta el último respiro a la fuerza”
Disculpen
por haber convocado sin permiso a Manuela Mamani, ella ha estado presente en la
narración de estas páginas. Tal vez eso era lo que quería, que sea un hombre el
que escriba su historia, no lo sé. Quizás valga la pena creer, desde una mirada
muy mágica, que esta noche ella nos convoca. Al final lo mágico está, en la
medida que uno crea en algo intangible llámese dios o la nada estará. Si acaso
entonces la magia existe y es verdad que el ajayu de quien fue privada de la
vida a la fuerza permanece en el aire, hasta encontrar quien narre su historia,
entonces tal vez, pueda ser acaso cierto que el que habla haya sido un medio
para otra voz.
Pese
a todo lo dicho hasta aquí, me cuesta explicar que es o intentó ser el Acto de
Agua, ustedes lo dirán, al final he ahí lo fascinante de la literatura un libro
es irrepetible y a la vez se transforma en varios libros al emprender su vuelo,
porque cada lector al penetrar en sus páginas las respira, las vive en suma, las
hace parte de un auto erótico melange entre lo que uno es y recuerda haber sido
y lo que el autor fue y quiso evocar al escribir.
Cuando
lo lean, háganlo sin clemencia, júzguenlo sin delicadeza y sobre todo al
caminar la obra recuerden que ella habla de la muerte de quienes no pudieron defenderse
y reposen en el verso de Cesar Pavese que desde su lucidez extrema acaso sintetice
mejor lo antes dicho:
Ni la muerte, ni los grandes dolores
desalientan. Pero la fatiga interminable, el esfuerzo por estar vivos de hora
en hora, la noticia del mal de los otros, del mal mezquino, fastidioso como
moscas de estío, ese es el vivir que descorazona. (Cesar Pavese)
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