Hay que
saber dosificar tanto decir que brota, tanta celebración llena de verbos
amarrados al pequeño espacio que se alegra entre tu clavícula y tu omoplato.
Hay que saber las formas de los lazos fértiles, no aquellos ciegos que
prefieren los marineros que vienen y se van, como los que tanto les gustaban al
"poeta calamar" que escribió el detestable poema “Farewell”
Uno debe querer hablar porque así no más es, sin tanto “hay que” para evitar que la piel se erice, no por emoción sino por la alergia y urticaria del agobio. Nombrar, con mesura de boca, la medida del triángulo entre el centro del cuerpo y la cima de tu hombro derecho poblado de margaritas, en el que la montaña de mis labios muere y vive.
Si, así nomás es la cosa en esto de los decires, una suma de nacimientos y muertes cotidianas y no es para gran algarabía o espanto, porque la muerte nace a otras vidas así sin más. Menos aún para temblorosos silencios llenos de “ayayays o uyuyus” o quejas, de esas y de "ahora que digo para que deje de decir lo dicho". Se trata de aceptar, como el dolor de cabeza, que el hablar del afecto produce dolores de muela u orzuelos espantosos (consabidos efectos secundarios del rebalse verbal y punto). No es gran cosa y a la vez es de una grandeza indecible esto que sacude el hablar con aquello de no guardarse nada y dar la espalda al tarareo del “no le digas” que con los años se volvió cuequita de orgullo lastimero y nada más.
Decir entonces, es un acto de revancha del afecto expresado en un vaciarse sin medida, sin importar perder las llaves que llevan al lugar donde se guarda el candado que encierra los conjuros contra el efecto de las palabras. El sortilegio de el “ser” hablando con arrullos, con palabras enredadas, atoradas y tantas otras cosas que el habla tercamente insiste en que terminen con “ada”.
También en todo caso es un alivio, un mantra repetido, buscar las formas de tu rostro que llevan a la risa a este rostro, que luego se evocan en el cuidadoso goteo de leche que forma el reflejo de la última escena juntos en la espuma de una taza de café latte, o también ser, desde otro lugar, un mandala caprichoso que se retuerce en cada sorbo y recuerda el gusto de lenguas, de risas en Tijuana, con sabores agridulces pensando en los gritos de Allan Ginsberg o las texturas grises de Jarmush. Texturas al fin, de palabras tejiendo lazos que se ríen del miedo en la cosecha de esperanzas y esperan el abrazo en algún puerto mirando noctilucas.
Sin tanta digresión se van dando estos decires alegres que se empecinan en lo barroco del color, sobre el color, en el pan de oro en el retablo de tu pecho abierto, en la acuarela de costillas tornasol pidiendo mordiscos. Decires que han olvidado el gris y son una ráfaga que convoca al todo o nada.
Decires también desde el mutismo, porque ya sabes que el silencio habla, incluso con mayor contundencia que los improvisados versos tejidos sin bordado, sin retoques. Habla cuando te cosen los labios para tener bien quieta a la lengua inquieta que no sabe de puntuación o menos de cadencias en el susurro silente.
Si, se dicen muchas cosas desde el júbilo, hasta las que es sabido que no deben ser dichas. Pero la terquedad del afecto nombra desde el sueño y la vigilia y se emociona en los anhelos al nombre de quien aún no ha sido y sin embargo ya está en la claridad de un latido imperceptible pero que no por eso no late.
Sabrás disculpar y entender que el asunto de los decires y haceres se juega en los cambios de textura de la ciudad, desde el último piso de un edificio, en el ámbar violeta que pinta la montaña de tus caricias enredándose en mi mano cuadrada como roca, silente como roca, quieta como roca, firme como roca.
Si se dicen muchas cosas en estos tiempos con la frente en la ventana antes y después de velar el sueño. Se habla sin medida cuando se acepta lo cóncavo y convexo de la espalda y el pecho, dejando que rueden diminutas bolitas de lana por la línea exacta de la columna para luego ser pelusa de versos en el ombligo o nuditos ciegos de tacto.
Si, tú ya lo sabes compañera que el decir también se suspende en la otra palabra, la que espera, la que recibe, a veces con arrullos, otras con esperanzas, y que sobre todo y ante todo no tiene ningún sentido si el decir no se concreta en actos abrazando la existencia. (San Juan, 2017)
Uno debe querer hablar porque así no más es, sin tanto “hay que” para evitar que la piel se erice, no por emoción sino por la alergia y urticaria del agobio. Nombrar, con mesura de boca, la medida del triángulo entre el centro del cuerpo y la cima de tu hombro derecho poblado de margaritas, en el que la montaña de mis labios muere y vive.
Si, así nomás es la cosa en esto de los decires, una suma de nacimientos y muertes cotidianas y no es para gran algarabía o espanto, porque la muerte nace a otras vidas así sin más. Menos aún para temblorosos silencios llenos de “ayayays o uyuyus” o quejas, de esas y de "ahora que digo para que deje de decir lo dicho". Se trata de aceptar, como el dolor de cabeza, que el hablar del afecto produce dolores de muela u orzuelos espantosos (consabidos efectos secundarios del rebalse verbal y punto). No es gran cosa y a la vez es de una grandeza indecible esto que sacude el hablar con aquello de no guardarse nada y dar la espalda al tarareo del “no le digas” que con los años se volvió cuequita de orgullo lastimero y nada más.
Decir entonces, es un acto de revancha del afecto expresado en un vaciarse sin medida, sin importar perder las llaves que llevan al lugar donde se guarda el candado que encierra los conjuros contra el efecto de las palabras. El sortilegio de el “ser” hablando con arrullos, con palabras enredadas, atoradas y tantas otras cosas que el habla tercamente insiste en que terminen con “ada”.
También en todo caso es un alivio, un mantra repetido, buscar las formas de tu rostro que llevan a la risa a este rostro, que luego se evocan en el cuidadoso goteo de leche que forma el reflejo de la última escena juntos en la espuma de una taza de café latte, o también ser, desde otro lugar, un mandala caprichoso que se retuerce en cada sorbo y recuerda el gusto de lenguas, de risas en Tijuana, con sabores agridulces pensando en los gritos de Allan Ginsberg o las texturas grises de Jarmush. Texturas al fin, de palabras tejiendo lazos que se ríen del miedo en la cosecha de esperanzas y esperan el abrazo en algún puerto mirando noctilucas.
Sin tanta digresión se van dando estos decires alegres que se empecinan en lo barroco del color, sobre el color, en el pan de oro en el retablo de tu pecho abierto, en la acuarela de costillas tornasol pidiendo mordiscos. Decires que han olvidado el gris y son una ráfaga que convoca al todo o nada.
Decires también desde el mutismo, porque ya sabes que el silencio habla, incluso con mayor contundencia que los improvisados versos tejidos sin bordado, sin retoques. Habla cuando te cosen los labios para tener bien quieta a la lengua inquieta que no sabe de puntuación o menos de cadencias en el susurro silente.
Si, se dicen muchas cosas desde el júbilo, hasta las que es sabido que no deben ser dichas. Pero la terquedad del afecto nombra desde el sueño y la vigilia y se emociona en los anhelos al nombre de quien aún no ha sido y sin embargo ya está en la claridad de un latido imperceptible pero que no por eso no late.
Sabrás disculpar y entender que el asunto de los decires y haceres se juega en los cambios de textura de la ciudad, desde el último piso de un edificio, en el ámbar violeta que pinta la montaña de tus caricias enredándose en mi mano cuadrada como roca, silente como roca, quieta como roca, firme como roca.
Si se dicen muchas cosas en estos tiempos con la frente en la ventana antes y después de velar el sueño. Se habla sin medida cuando se acepta lo cóncavo y convexo de la espalda y el pecho, dejando que rueden diminutas bolitas de lana por la línea exacta de la columna para luego ser pelusa de versos en el ombligo o nuditos ciegos de tacto.
Si, tú ya lo sabes compañera que el decir también se suspende en la otra palabra, la que espera, la que recibe, a veces con arrullos, otras con esperanzas, y que sobre todo y ante todo no tiene ningún sentido si el decir no se concreta en actos abrazando la existencia. (San Juan, 2017)