sábado, octubre 08, 2011

Desde el ventanal

Escribo desde el Café Alexander del Multicine (Avenida Arce entre Gosálvez y Pinilla). Por el gran ventanal del segundo piso recibo los saludos ruidosos de la ciudad que despierta en sábado. Frente mío hay una casona abandonada de los años cuarenta que tiene un altillo en el que mi imaginación busca la silueta de Norman Bates de Psicosis. La casona tiene una reja negra con la advertencia de no estacionar, un graffiti con pintura plateada y letras sin sentido se sobrepone al letrero. A la derecha la Universidad Militar EMI que ofrece en un letrero guindo su oferta de programas de doctorado. Al ingreso tiene un estandarte con una bandera boliviana, mis ojos buscan la whipala. A mi izquierda- dentro el café- una mujer de no más de treinta es la encargada de limpieza de este lugar. La mujer acaricia con firme dedicación el ventanal de vidrio que me separa de la calle; se para de puntas para llegar a una esquina, encorva la espalda para limpiar una mancha. Tiene cicatrices en el pómulo de alguna eruptiva y un gorro que esconde su cabello amarrado; sus ojos guían el ascenso de un trapo hasta la esquina superior izquierda de la ventana, trapo hambriento que asciende en busca de arañas.

Por un resquicio entre el pilar y el balcón interno de madera del café, frente a un gran letrero de publicidad, sentada en el borde de la acera una mujer de pollera roja y saco azul (puesto al revés) pide limosna, sus canosas trenzas reciben el sol y una gorra de llana con dibujitos de llamas juega a proteger de la radiación su rostro lleno de surcos. Por su delante pasan seis mujeres jóvenes apuradas, aligeradas de ropa, aligeradas de misericordia. La séptima mujer llega de un puesto de comida y le entrega una taza de café y un pan, la anciana bebe el café en tres sorbos y deja el vaso a su lado, junto su pollera, luego toma el pan y lo mira mientra espera alguna moneda. La anciana espera la caridad de las vidas apuradas mientras come al sol y finge cuidar autos, indignante forma de sub empleo para una anciana ¿será que los ladrones la respetarían si los pesca robando?

Las encías de la vieja mujer sorprenden, muerden con fuerza el pan con algo adentro parecido a una mortadela. La mujer aún no ha recibido ninguna moneda, veo que vuelve a estirar la mano, esta vez haciendo un ademán con los dedos como aquel que se usa para llamar a un perro, gesto que esta vez va dirigido a un hombre de lentes negros y chamarra rompevientos. Pienso que la mujer tiene todo el derecho de hacerle “psst, psst” como a perrito al joven hombre, porque ella merece el respeto y no viceversa.

La mujer que lava vidrios se ha ido, a mi derecha en la mesa del lado conversa una pareja, el hombre lleva barba y poco pelo en la cabeza, es un conocido mío pero finjo no haberlo visto. El habla de sus sueños, ella da la vuelta la cabeza para ver algo en un edificio (tal vez el apartamento que el añora comprar). En la calle ha estacionado un camión transportador de valores de Brinks lleno de dinero, el vehículo da sombra a la anciana que come y espera una moneda.

La indignación llena mis ojos al leer en el periódico que una niña de dos años murió ayer luego de una semana en coma por la golpiza que le propinó el padrastro en complicidad con su madre. Más abajo otra noticia habla de otra niña, esta vez una bebé de ocho meses, la cual está en cuidados intensivos por que el padre quiso envenenarla con raticida para no pagar asistencia familiar.

Respiro y me sobrecoge el llanto caprichoso de una niña en el piso inferior del Café. La menor se niega a desayunar “una niña fue envenenada con raticida porque el padre quería evitar pagar su alimentación “vuelvo a pensar.
La mujer que lava el vidrio ya no está. Levanto los ojos busco respuestas en las nubes y reparo en un edificio en construcción. En el piso 15 veo sobre un andamio cuatro hombres de espaldas descansan, llevan overoles y cascos (al menos tienen protegidas la cabeza). Me recuerdan a la clásica fotografía de cuatro obreros sentados en una viga de acero en una construcción en la Nueva York de los años 30. La Paz no es Manhattan me respondo, es la ciudad en la que los camiones llenos de dinero parquean en doble fila detrás de una anciana limosnera y donde apresuradas las mujeres jóvenes entran a un gimnasio para quemar las calorías de más, para construir el cuerpo que las revistas venden que han visto anoche en el Show de Tinelli. Esta es la ciudad, donde todavía hay ancianas que piden limosna en las calles, padres homicidas de sus propias hijas y bebes que gritan porque se niegan a comer su abundante ensalada de frutas.

Esta es mi ciudad que despierta con furia y me lleva a recordar: Si miras con paciente detenimiento lo que tus ojos ignoran escucharás en el eco de estas vidas, las mil razones que laten y te muestran tu pequeñez aburguesada.