martes, diciembre 08, 2015

Clonazepam y circo





Antes pelo, ahora gente
antes lucha ahora circo
antes pan, ahora clonazepam
pastillas la última esperanza negra
podés pedirle pastillas a tu suegra (A.C.)


Diario de un paciente:

Escribo con el cerebro lleno de corto circuitos escuchando clonazepam y circo, con el café barnizando el viejo hígado que por profilaxis y mecanismo de sobre vivencia anda destilando un coctail de pastillas que terminan con "pam", tina" "zina" y "pina". Me han dicho que las necesito durante unos años para evitar la rebeldía subcortical en mi cerebro, esa que me produce intensas ganas de matar al vecino y al conductor del camión del gas.

El psiquiatra dice que, en mi caso, las pastillas son una especie de bloqueador solar para que no se pongan rojas mis neuronas, una forma de hacer más tolerante la convivencia conmigo mismo y la cantidad de imbéciles que pueblan mi ciudad. Dejé la ginebra y las drogas duras hace meses, de vez en cuando me fumo un porro o  duermo con la mujer que nadie conoce, cantándole al oído "you just keep me hanging out" antes de que diga vestite y pagame. De vez en cuando también acaricio a un perro y voy caminando a la iglesia,

De vez en cuando lloro, voy al fútbol, me mato de risa, tengo charlas coherentes de política y de cine, asisto a las rebajas de tiendas de ropa infantil, doy una charla sobre literatura y poesía cochabambina moderna, participo en debates políticos, negocio con duros empresarios. De vez en cuando también me dan ganas de usar corbata y firmar muchos memorandums de llamada de atención y ejercer poder, poder, poder...

La mayor parte de los día solo leo y veo películas en casa (la gente de los cines me espanta), escucho a The Srokes, The Antles, Eagles of Death Metal, Tom Wais y al viejo Wagner. Cuando me siento mejor escribo cuentos llenos de asesinos, sangre, mujeres golpeadas, niños abandonados, junkies, marineros y sicarios. Otras veces me burlo de Carl Orff, escucho a Leonard Cohen a Nina Simone a Amy Winhouse y tiemblo con el Requiem de Mozart, entonces escribo malos poemas, llenos de gerundios y mi mi mi, tú, tú, tú.

Otras veces trato de llorar para tener tinta y ser un poeta maldito pero sensible y no me sale ni mierda las pastillas han amordazado mi llanto y una cantidad de pensamientos optimistas invaden la pantalla y me da bronca,  tengo un terror indescriptible a que el espíritu de Paolo Coelho se apodere de mi, a  dormir y despertar con la panza de Neruda y el bigote de Benedetti.

Pese a todos los químicos la bronca está bien instalada en mí, solo la tengo adormecida, soy como Alex mis drugos, solo estoy envuelto en una camisa química y ya pronto volveremos a matar debotchkas, por ahora los gritos y la bronca va para adentro, están dentro la cabeza.

Un psiquiatra no te corta la pluma, igual escribo, me burlo de él, disfruto llenando su cabeza de acertijos literarios, de metáforas disfraza síntomas y yo me burlo recordando las madrugadas de Fernet con "coca”. Escribo con el cerebro apagándose, aburriéndose, serenándose, pero con los demonios vivos, bien atentos.

Desde que empecé el tratamiento, la gente por su parte está muy contenta con mi desempeño social, ahora sonrío más, ya no toco bocina a los minibuseros, digo buenas noches de forma serena, digo buenas tardes con un aire de paz. Me duermo a la misma hora, sin hacer mucho escándalo, sin pelear con las almohadas y las sábanas rebeldes. Si, las pastillas con pam, con tina, con zina son más aburridas que otras inas pero aunque me duela, debo reconocerlo me hacen ser un caballero

lunes, noviembre 02, 2015

Sobre los jalouines

Entre tanto chauvinismo religioso que da vueltas por estos días, que sí Halloween es la fiesta del mal, que los buenos creyentes deben encerrarse en caza y escapar de brujas y hechiceros. Entre tanta necesidad de mostrarse a favor de la tantawawa o la calabaza, yo elijo la risa como vínculo entre la vida y la muerte, camino enseñándole a mi hija que recordamos a la muerte porque es parte de la vida y que escogimos un día como su cumpleaños para hacerla más presente, como hacemos con los vivos y nada más, sabiendo que el cuerpo es materia que se pudre y que queremos creer que hay algo más que huesos. Para que tanta defensa a ultranza de dogmas, a veces hay que ser más simple y deleitarse con la creatividad, comer ricos dulces, asombrarse en familia y desarrollar la imaginación visitando casas tenebrosas y narrando cuentos de terror que estimulen la capacidad de construir historias. Si, la burla como afrenta, la carcajada en la imagen de la muerte para encararla y decir estás en mí y estaré en ti, tan natural como el ciclo de la vida misma y no saber la fecha exacta es una linda broma que le otorga suspenso al asunto. No tomo partido cultural o espiritual de ningún tipo en estas fechas, simple elección arbitraria del cambio de mes en el calendario gregoriano que nos rige.
Los rituales de nuestro presente sin duda se fueron gestando en épocas que el conocimiento estaba vedado, que el saber era propiedad privada de una iglesia llena de miedos en la que primaba el pensamiento mágico y que la búsqueda independiente de la verdad era un acto del maligno. Ese oscurantismo dirían algunos, esa curia castigadora con pánico a la ciencia" y Galileo replicandoles "y sin embargo se mueve" . Ni que hablar de lo horrendo de las brujas, mujeres hambrientas de saber y conocimiento, complicando la vida al hombre, que usaban la escoba no para barrer la casa sino como símbolo de libertad,. Que afrenta mi dios, que afrenta, reunidas para hablar de derechos, de igualdad, de acceso al conocimiento " a la hoguera en mitad de su aquellare, a la hoguera".

Por estos lados el sincretismo, la imposición religiosa pisando la creencia del otro, imponiendo un dios a lo europeo a mayas, aztecas, incas. Dominación con una fe temerosa de la fe del otro y entre la vida y la muerte ambas miradas con rituales para celebrar a las almas que levitan quien sabe donde. Creer hace bien y al final ¿que o quién te otorga el derecho de cuestionar la esperanza ajena?
Es que la negación frente a la partida del otro, el misterio de lo desconocido de la muerte, desde el principio de los tiempos, en las diferentes culturas, construyó significados y rituales para dar sustento a la esperanza de que el otro no se fue, de que se transformó. La esperanza y su absoluta terquedad, la fe con su incuestionable certeza "aferrate a la resurrección de Cristo eso da razón a todo, hubiera dicho el Apostol Pablo.

Es que cuando la muerte toca es necesario construir algo que permita creer que quien se fue sigue aquí. Calabazas, tantawawas, mesas con comida, bebida y muchas flores para esperarlos. También son útiles las escaleritas para que las almitas bajen del cielo a determinada hora, de determinado día. Al final en un mundo tan chiquito las miradas culturales a la muerte se yuxtaponen y producen tantawawas con cabeza de calabaza. Así fue antes, en la colonia, en tiempos de que los ajayus tenían que bailar con santos y la Pachamama cosechar con la Vírgen María. Así era y así seguirá siendo. Cada quien construya sus significados para enfrentar a la muerte, a la oscuridad como la otra cara de la luz, como le plazca.

Perdón por la digresión, esto fue solo un picoteo de ideas antes de ir a saludar a mis muertos. No sé que hay del otro lado, me cuesta entender una existencia sin tiempo, sin final, una eternidad suspendida hasta el infinito y a la vez me aferro a la posibilidad de la inmortalidad, aunque sea desde la palabra. De momento ayer reí como niño y hoy comeré como hombre, pensando en mis muertos, sabiendo que están en mí porque quiero que así sea, porque los evoco en la memoria. De la eternidad no puedo hablar porque aún no estoy del todo muerto.

jueves, octubre 22, 2015

Cordero



Deep into that darkness peering, long
 I stood there wondering, fearing, 
Doubting, 
dreaming dreams
 no mortal ever dared to dream before 
(Edgar Allan Poe)

Lanza un solo eructo, con cuidado hacia el lado de la cocina y de pie para que el sonido no sea amplificado por la presión natural, que aumenta en los músculos abdominales al estar sentado. Ha comido dos platos de estofado de cordero y está satisfecho. –No es mi culpa que me guste tanto, me hago cargo de lo que pase---piensa.  Esperó tres horas para el almuerzo, está consciente que luego de los diez minutos de placer que le produjo engullir diez pedazos de carne, en las próximas horas sufrirá los horrendos dolores que guarda en sus cavidades y tendrá que decidir.

Tiene las encías violáceas, los dientes separados y amarillos, ha escrito un solo libro de cuentos y ganó dos premios literarios. Detesta la música trova, más incluso que las monturas de carey. Lo suyo es el metal (el que se escucha, el que sostiene sus lentes), lo de la escritura para él es un suplicio del que no puede escapar. Ha sido invitado, luego de mucha insistencia, a un almuerzo/encuentro de autores por el Director General de una editorial local interesada en hacer una nueva edición de su obra. Hay mucho interés en escuchar lo que piensa sobre la escritura, en que se inspira, que hace que su pluma sea tan brillante y oscura. Se espera también que confiese que brutal obra se encuentra preparando, detrás de ese su silencio. Todos saben que es un tipo de pocas palabras, antes de ser reconocido nadie había escuchado de él, apareció de golpe en la escena literaria local e internacional luego de ganar el Premio Nacional de Cuento y un reconocido premio español de narrativa contemporánea, ambos el último año. Los escritores locales apenas lo escucharon decir frases cortas al momento de recibir ambos premios, un “gracias es un honor recibir este premio pero no me lo merezco” “estoy contento de que la obra haya hecho lo que tenía que hacer” fue lo único que repitió en los diferentes intentos frustrados de entrevista. Nunca lo han visto escribir, no conocen su letra y sin embargo esperan el momento que hable y diga lo que ha venido callando todo este tiempo. Él por su parte ha venido a escuchar y prestar atención a todo lo que de su obra se diga y espera retirarse temprano y volver a encerrarse en casa y escuchar a todo volumen a Mercyful fate, su banda de culto.

Después del almuerzo los invitados se ubican en la sala, sentados en semi círculo. Él escoge el lugar al final de la media luna de sillas y sillones dispuesta por el anfitrión. La última silla de la punta derecha ha sido la elegida, cree que ahí estará más protegido y seguro por si el malestar lo obliga a comportarse de manera desagradable. En el momento que su estómago inicia el baño ácido a los restos de cordero muerto, se sirve un vaso de ron, escuchando la primera ronda de opiniones literarias. Mientras los asistentes empiezan sus intervenciones, empieza a mover la lengua, acaricia la parte trasera de sus dientes, mientras va reconociendo las irregularidades e imperfecciones en la cara posterior de sus molares, sus ojos saltones siguen con curiosidad el partido de tenis verbal entre un poeta y un narrador – Él les hubiera mandado una parvada de cuervos para que les sacaran los ojos a picotazos--- Imagina la escena con la banda sonora de  “Live Like an Angel and Die Like a Devil” the Venom y luego se sirve el primer vaso de ron. Se sienta, vuelve a mover la lengua y se prepara para lo que está a punto de comenzar.

Durante toda la semana estuvo pensando que no era buena idea asistir a este encuentro, el rato menos pensado las cosas podrían salirse de control, entonces trata de tranquilizarse tarareando mentalmente “As a being now possessed of a human body In this world I swear to give my full Allegiance to it's lawfull”master"

 Está a punto de hablar pero se calla, el cordero muerto nuevamente ha tomado el control y solo piensa en resolver el detestable suplicio de los pedazos de fibrosa carne hervida incrustados entre sus muelas. Le molesta en particular unos trozos gruesos entre su primer y segundo molar izquierdos. Mientras la conversación literaria, empieza a transformarse en un acalorado debate sobre la vigencia de la narrativa latinoamericana, sus ideas, las buenas y las malas, se han evaporado en su sangre y no lo dejan imaginar la de los asistentes. Toda su energía y lucidez han cedido paso a los dilemas bucales, en este momento ya no es un vehículo para la palabra y ha empezado a convertirse en una encía inflamada, sabe que si no interviene pronto, su boca empezará a hincharse irremediablemente y en la noche, además del viento y la certeza del sonido en la ventana, deberá enfrentar insoportables dolores maxilares los cuales no lo disgustarían en absoluto si no fuera porque tiene que escribir al menos cien páginas al retornar a casa.

La carne muerta de cordero hervida por horas es blanda y fibrosa como los despojos de los pecadores en las cuevas del infierno. Su boca asemeja la caverna en la que imagina pasará la eternidad, oscuro lugar compuesto de fluidos ácidos y legiones de demoníacas bacterias capaces de disolver cualquier alimento, cualquier beso. Sin embargo contra las fibras de cordero no puede, esos pequeños troncos de musculo, más allá de su delicioso sabor, en bocas como la suya tienen la capacidad de sellar el espacio entre las muelas, prolongando intensamente la forma de su encía. Mutan y se vuelven parte de su ser, tomando control de su interior. Él lo sabía, todo menos cordero le había dicho la voz, el cordero significa sacrificio y no se sacrifica nada por nadie.

Estofado de cordero, buena elección para una reunión de escritores y a la vez una trampa perversa. Termina su vaso de ron y respira, disfruta el hormigueo que le produce la sangre acumulada en sus extremidades, siempre le gustó mantener su pierna izquierda durante mucho tiempo en la misma posición, jugar a la gangrena, a la podredumbre del músculo, a tener una prótesis y luego caminar rengueando. Perder la sensibilidad en la pierna lo relaja y siente que algo de muerte lo controla. Se levanta rengueando y camina los cinco pasos que lo separan de la mesa del comedor, improvisado bar formado por las diferentes botellas de alcohol, gentileza del anfitrión e invitados.  Se sirve el segundo vaso de ron, una medida de cuatro por cuatro, como una forma de acompasar de la forma más básica la musicalidad de su suplicio. Cuatro dedos de ron, cuatro hielos, cuatro dedos de Coca Cola, cuatro pasos de ida, cuatro pasos de vuelta.

Vuelve a su silla, bebe el primer trago. Hace buchadas, enjuaga toda su boca esperando el alivio en sus encías y que la fibra muscular de la carne de cordero, las células fusiformes, carentes de capacidad contráctil, se suavicen y su boca encuentre alivio. Bebe y espera el ron no hace nada, decide hacer un recorrido bucal con la lengua, empujando con vehemencia las fibras musculares entre las muelas pero es inútil, pese a minutos de agotadora batalla no logra moverlas ni un milímetro, peor aún lo único que ha logrado es incrustarla más al fondo ---Las muy malditas tienen tenazas o ventosas de pulpo. Piensa, antes de presionar las mandíbulas con furia.

En unos minutos terminará la exposición del narrador más importante del encuentro, aquel que escogió el diván guindo de la sala para apoltronarse y mirar a todos con gracia (ventajas de pasar los sesenta años). El pequeño hombre expone de forma apasionada las similitudes narrativas y psicológicas entre James Joyce y Jaime Sáenz, sosteniendo que La Paz y Dublín son equivalentes, en cuanto rescatan a la ciudad como personaje. La exposición termina y piensa “Esto de escribir es cosa seria”.  

Cinco minutos después es el turno del poeta que ganó un importante premio en Estados Unidos, quien compartirá su vivencia sobre el proceso creativo y las excursiones por Norteamérica. El vate cuenta los detalles de su obra recientemente publicada al inglés y que fue considerada un poemario magistral por la crítica estadounidense, el tema: Geese monogamic behaviors and perversity of Canadian hunters o algo así como La monogamia de los gansos y la perversidad de los cazadores canadienses para acribillarlos con escopeta. --- La violencia inesperada del más fuerte, despluma el amor, afirma antes de reflexionar sobre el triste destino de desorientadas gansas viudas, las que, luego de perder a su compañero, regalan un vuelo errático lleno de imágenes aladas, que llaman a poetizar sobre la inmanencia del ser, la fragilidad del cuerpo, la levedad de las plumas y la poca gracia de los perdigones penetrando el musculo. Otra vez el maldito músculo piensa, mis encías están latiendo, siente --- Die by the sword! Les gritaría pero tiene la boca hinchada y solo atina a mirar y mover su calva cabeza como esos perritos de taxi, lo que causa sin duda una sensación de aprobación en el poeta y alegría en el anfitrión.

Podría usar sus dedos, aprovechar que la mujer de botas cafés y buzo negro dejó de mirarlo y emprender un decidido acto de arrancar de entre sus encías hasta el último pedazo de carne. Sin embargo dos cosas se lo impiden, sus manos son gordas y de dedos pequeños, lo que dificulta formar una pinza efectiva y por otro lado esa mujer ha penetrado en el aire que respira en sus entrañas y no quisiera mostrarse desesperado en frente suyo, a decir verdad su presencia es de las pocas cosas, que hacen que permanezca en el encuentro. Melissa, you were mine Melissa, you were the light, le cantaría arrodillado ofreciéndole el sacrificio Melissa, can you hear me? Melissa, are you there? Le dice desde sus implorantes silencios. Para ella el prácticamente no existe, lo miró tres veces: una cuando le pasó el cenicero, la segunda cuando se agachó para amarrarse el zapato izquierdo y la tercera cuando estornudó y su saliva, sabor a musculo de cordero, formó una grotesca mancha sobre el vidrio de la mesa. Esas tres miradas lo convencieron que ella era la encarnación de Melissa, la hechicera a la que le cantaba Mercyful fate, sin embargo para ella fueron un simple acto reflejo, está encandilada por las lúcidas ideas de su pareja, un novelista con apellido de fruta y con un solo cachete inflado por un enorme bollo de coca, al que vendría bien clavarlo a una estaca. --- ¿Si masco un poco de coca, se debilitará la carne de cordero y mis encías verdes se sentirán aliviadas? Piensa, justo en el momento que la chica de buzo negro, frota con la uña pintada de negro de su pulgar izquierdo una ligera mancha blanca en su sudadera. Él imagina que ese acto, debe ser una forma de limpiar las huellas que producen las explosiones del amor masculino, sin embargo para ella es simplemente un ritual para mantener la atención en la sesuda intervención del siguiente autor, un escritor de dientes de porcelana y crespos cabellos. 

El escritor de blancos dientes devela en público el argumento de su última novela, algo muy a tono con los tiempos actuales en los que toda la literatura del mundo puede ser encontrada en internet --- Estuve pensando que pasaría si alguien copiara a mano una colección de los más famosos cuentos del siglo XX y les cambiaría el  final para luego volverlos a subir a la  red, simulando que son los manuscritos originales, celosamente custodiados por la biblioteca de la Universidad de Nueva York  ¿Se generaría una confusión en los lectores, cambiaría el futuro de la literatura?  Él escucha y recuerda las veces que tuvo que transcribir sin respirar las historias dictadas a la madrugada y las ganas que tuvo de al menos aportar uno que otro detalle al final pero no le fue permitido, porque todo se trata de un tema de obediencia, de seguir el mandato, de ser un vehículo.

Dos horas después del almuerzo, siente que el espacio que comunica su boca con su tráquea se ha ido cerrando, la inflamación fruto del cordero muerto ha tomado la parte alta de su paladar y es probable que en menos de dos horas se le cierre la tráquea. Los efectos del alcohol han empezado a elevar el tono de voz de los asistentes, la actitud reflexiva y las risas del inicio han cedido lugar a las carcajadas irreverentes e irrespetuosas. Si pudiera hablar, la insoportable hinchazón de sus encías no lo dejan, les diría lo que sabe, que la única forma de re inventarse, para no caer nuevamente en el inevitable costumbrismo barroco, es hacer como los nuevos escritores de la generación perdida de los noventa en Argentina, aquellos que se parecen más miembros de una banda de death metal que a literatos y que disfrutan su actitud despreocupada y desafiante, hacia el mundo literario. Es necesario escribir desde el hígado, desde las vísceras, con odio e indiferencia, despojándose del miedo y la culpa. Escribir y decir lo que el otro quiere que sea dicho. Escribir y aceptar que uno está ausente de este mundo y liberarse.

La muerte es una atracción repulsiva, más aún si se cuela debajo tus encías y perfora tus huesos, llega a tu cerebro. Lo sabían Allan Poe y H.P. Lovecraft, por eso es necesario escribir en primera persona sin clemencia, sin pensar. De manera fluida, feroz, descontrolada e invocando la oralidad de lo cotidiano. Los personajes deben ser lo más malditos posibles, mirar desde el lado de un perverso cabrón, ser un delicioso cabrón y divertirse, ser libre al escribir, aunque hace tiempo seas esclavo de tu propia mano. 

Decir eso sin duda captaría la atención de los presentes y abriría una nueva vía para el debate, pero calla, ellos no entenderían que el descenso al infierno no entiende de buscar la redención desde una linda historia, desde la moraleja, no saben que los personajes más ciertos y humanos viven al lado de su casa o peor aún en sus entrañas y no en su borgiana memoria. Si, tiene poco tiempo para hacer entender que se debe escribir desde el cuerpo y no desde la pose intelectual, a pura tripa, para hablar por el demonio que nos posee y sacarlo a flote – Ellos no tienen idea y yo solo quiero molerlos a palos. Piensa.

Tratar de escribir lo mejor que puedas, seguir y seguir convencido que el punto final no resuelve nada, solo da una breve pausa a la agonía, pero nadie tiene idea de lo que es tener las encías sangrantes y escribir la tortura eterna de otro hasta amanecer.  Si dejarían de reír, de mirarme con cara de “di algo maldito jorobado” y abrí la boca, les contaría que a veces es bueno enaltecer a las sustancias, narrar desde los tóxicos, mandarse un cuento de un tirón luego de cinco gramos de cocaína, celebrar un ácido poema largo con peyote, un surrealista capítulo de novela reposada en cannabis, pero ellos no saben lo que significa ser un espíritu menor en la legión del mal, no tienen idea, si al menos podría hablarles, pero mi boca ha empezado a envenenarse.

Dos poetas, tres narradores, un canta autor, una novelista, dos editores, una diseñadora, un diagramador, todos menos la mujer de buzo negro (Melissa) están ebrios. Él hombre de las encías ha sido capaz de mimetizarse en la esquina, lanzando una que otra risa, un carraspeo de garganta. El grupo se ha ido disolviendo, el anfitrión está más preocupado en raspar el fondo de un recipiente plástico de gelatina rosa con alcohol que en moderar lo que en algún momento nació como un coloquio gastronómico literario y no es más que una simple borrachera de mundanos escribanos. El hombre de las encías ha repasado mentalmente la ponencia preparada en casa, las ideas que iba a exponer ante la creme de las letras de la altura, pero no encontró el momento, peor aún está convencido que no vale la pena y que la agónica batallas con los restos de vida animal lo han salvado. Parece que podría escuchar como las bacterias de cordero muerto se ríen mientras se filtran en su sangre, penetran bajo sus encías y lo llevaran tarde o temprano a la muerte que tanto anhela.

---Estoy atrapado entre la incoherencia de literatos ebrios y la inflamación insoportable en mi boca, no debía haber comido cordero, si no muero hoy tendré que comprar hueso de chancho en polvo para rellenar mi mandíbula podrida, tengo que escribir al menos cinco libros más, por ahora no puedo parar aunque quiera. Cinco gramos de hueso en una farmacia valen cien dólares, podría hacerme rico, sería un negocio más rentable que vender cocaína, dada la mala higiene dental de los bolivianos, está decidido si salgo de esta seré un bone dealer. Se dice antes de tomar una decisión radical.
Le han empezado a latir los pómulos, ya no puede soportar la mundana pretensión, cinco vasos de ron no hicieron nada. Evalúa las posibilidades para salir del problema, cualquiera implica levantarse y dejar su silla, volver a cojear, tener que acercarse al viejo doberman que hace guardia en la puerta del baño y, peor aún enfrentarse a la posibilidad que el rato menos pensado la reunión vuelva a su cauce inicial, las risas cesen y el anfitrión diga que es su turno y él no esté. 

Finished with my woman 'cause she couldn't help me with my mind. People think I am insane because I am frowning all the time, tararea recordando la guitarra de Tony Iommi. Hablar despierta a los demonios y puede exponerte a que la gente te tilde de enfermo y se ría de tus fantasmas. Paranoia, frente a esto escribir es la única forma de mantener a raya el pánico, de contener la crisis que produce permanecer en esta infame lugar.  

--- ¿Quién les ha pedido que escriban?  dice el novelista con apellido de fruta a modo de interpelar a los ebrios asistentes. Esa es la señal, sé que es el momento de hablarles, pero luego pienso en la maldición que me obligó a venir aquí y encima que me quieran condecorar como autor boliviano del año.  Ellos no tienen ni idea, solo pretenden escribir, no han hecho el pacto nocturno, solo emulan la imagen de la imagen de la muela que sangra y no se animan a enfrentarse con quien los habita, ese que les haría más malditos, mas satánicos, mas ángeles. Ellos no conocen el horror y el espanto que hay luego de hacer caso a los demonios de la escritura. Ellos ríen y yo lo he visto todo con estos ojos que se comerán los gusanos, todo hasta el más terrible de los castigos, he sentido el sabor de la sangre del cordero degollado, he comprobado que El Cuervo no era mentira y sé lo que pueden hacer los restos de carne muerta en tu sangre, yo lo he vivido, yo lo vivo.

No están preparados y nunca estarán para la verdad. Me pasó a mí antes de la maldición del cordero, la que evito y que me llama. Nadie está preparado, se dice mientras se dirige a la cocina en búsqueda de una caja de mondadientes, pero encuentra algo más efectivo. Entonces grita, desde el fondo del mal que lo habita grita.

¡Escribir es una maldición! Increpa con una voz gutural a los asombrados asistentes. El pánico se ha apoderado de todos, ha despertado el narrador con gota que alaba a Joyce y creía haberlo visto todo, el poeta que ama a los gansos tiene la piel de gallina, la mujer de almidonada sudadera negra acaba de mojar el buzo, el novelista con apellido de fruta ha desparramado hojas de coca por el suelo, el narrador de dientes de porcelana tiembla emitiendo un ruido de castañuelas huecas. 
Nadie dice nada, solo una boca ensangrentada emite sonidos guturales y confiesa, escupiendo pedazos de muelas y restos de cordero muerto. 

---Déjenme ir, yo no quería estar aquí. Él escribe no soy yo, Él escribe y quiere su premio de vuelta. Él escribe…

domingo, septiembre 20, 2015

Absurdo ontológico



Uno es lo que es, así con miserias y grandezas y trata de reconocerse cada vez con más dificultad en el espejo, para luego bostezar su arrugado cansancio y de una buena vez escupir al inodoro lo que le perfora el alma, para ver si así, luego del vomito, se siente mejor con menos lagañas en los ojos rojos y es capaz de mirar de frente y con la espalda erguida los troncos secos de los árboles que podó la ausencia, a las semillas envenenadas de cizaña que cultivó con besos.

Uno es lo que es, un manojo de afectos, de los buenos y no tan buenos y se sabe cierto en el momento que le duele la pierna, en la conciencia del sordo chillido de sus huesos, en el acto del cuerpo que le recuerda que sigue en pie, con sus punzantes heridas, sus contorsiones y ciáticas y el músculo sigue latiendo más allá del efecto que provocan las palabras de dardo de quien antes solo pedía arrullos.

Uno es lo que es y no se muere por aquello, ni por lo otro, ni por los mocos lagrimosos que dice que sirven para vaciar la pus del alma. Uno se muere cuando le toca y punto, sentado, cogiendo o bailando morenada se muere y ya, sin tanto escándalo.

Uno es como es y así respira, ama, añora, maldice, bendice, espera, desespera, susurra y vomita y sabe que está vivo por que le duele la boca, la muela, el músculo y el hueso y seguirán doliendo y eso es bueno, o malo, o ambas cosas. 

Uno tiene la posibilidad de elegir la prolongación del tacto herido en los huesos y andar escandalizando al mundo con sonidos de matraca lastimera o simplemente guardar silencio y no decir nada, aunque lo más profundo se pueble de no actos de desprecio, no decir nada.
Uno es lo que es y está vivo, como un manojo de querencias amasadas por saudades pero tiene la libertad de callar cuando le abren el pecho con un serrucho, callar aunque se le gangrenen los tejidos de los que cuentan que está hecha el alma. Callar y sacudirse, Porque al final de cuentas uno es lo que es y si le da la gana puede dejar de ser lo que no quiere ser...
(PTA, fin del invierno, 2015)













miércoles, septiembre 02, 2015

Reseña sobre el Acto de Agua




En El Acto de Agua, este brutal volumen de cuentos de Paul Tellería, asistimos a una disputa terrible entre estas tres dimensiones paridas por la violencia: la vida, la muerte y el purgatorio. Es así también como se despedazan los cuerpos y las subjetividades de las mujeres de estos relatos. El enorme encargo que esta escritura asume consiste, precisamente, en suturar sus existencias nuevamente mutiladas, esta vez por el olvido, la impunidad, la naturalización sistemática de una cultura enferma, las estúpidas expectativas sobre los géneros o, “simplemente”, la indiferencia.
Tellería, en este sentido, pone de cara al lector ante un necesario replanteamiento de los alcances y responsabilidades de la literatura del siglo XXI: ¿Es posible una narrativa comprometida que, de todas formas, se deba a sus propias leyes? O mejor: ¿Es posible para el escritor de este tiempo sustraerse de un tipo de compromiso con la realidad cuando esa realidad lo convoca desde sus extremos más oscuros? Las respuestas que Paul Tellería nos ofrece mediante estos cuentos, en los que el dolor brilla como una perfecta joya ónix, son irreductibles y valientes. 
Me he conmovido profundamente con la lectura de estos relatos, en cuya estructura poliédrica sobreviven o agonizan mujeres, hombres, niñas, niños, púberes, chicas a punto de acabar la escuela y periodistas escindidos por sus viejos impulsos. Ellos -o sus fantasmas- dramatizan el guion nefasto de ese monstruo que ya Roberto Bolaño supo identificar tan bien en la aludida 2666.  Porque al Mal no lo convocamos con espiritismo, sino con la repetición infernal de actitudes retorcidas que cortan, queman o borran el rostro del otro por miedo a sanar el propio corazón.
La naturalidad muy bien lograda de los diálogos, la hondura y paradójica belleza de las descripciones y la arriesgada heterogeneidad de las situaciones aquí contadas hacen de El Acto de Agua un algoritmo ya inexcusable para intentar descifrar las claves de este absurdo teatro de mil actos que son los feminicidios.
Giovanna Rivero
Escritora Boliviana,
Dra en Literatura de la Universidad de Florida


Tragicomedia de Redención Forzada


                                                            Foto Ariel Duranboger

Tuve la suerte de ver Gula en el estreno y en la función final, y aunque ambas me produjeron juegos de emociones y momentos internos distintos, el efecto como espectador fue el mismo: preguntas para masticar, dudas morales para responder”.

"Dale a una mujer una buena razón y suficiente dinero y verás cómo la moral tiembla ante su violencia natural”. Tal vez eso hubiera dicho Friedrich Dürrenmatt si hubiera dado las palabras de inauguración de Gula en Bolivia.

Es que tenía algo de la náusea existencialista de la generación europea nacida en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, por eso escribió sus obras probablemente desde la desesperanza de su época.

Dicen que sentir el horror marca, al nivel de creer que el género humano es maldad pura por naturaleza y que uno sólo necesita despertarla. Dürrenmatt creía en lo anterior, por eso el negro humor y desprecio de sus personajes a la pobreza de europeos lastimeros. El regreso de la vieja dama (1955) nació en ese tiempo y Dürrenmatt utilizó una pluma llena de cinismo y descarnada ironía para dibujar cada uno de sus personajes, afirmando que la obra era en esencia perversa, pero ¿acaso no hay algo de perversos en cada uno de nosotros, sobre todo, al momento de pedirle cuentas a la vida?

El regreso de la vieja dama se presentó en Bolivia, bajo el nombre de Gula, como una adaptación de Eduardo Calla, quien tomó sus libertades de montaje, respetando la esencia de la obra original, la hizo suya en un contexto atemporal e internacional y en las tablas se mostró como un producto sólido, una obra en la que los actores dejaron la piel y el alma, logrando transformarse en creíbles gulenses que vivieron sus personajes en una creativa puesta en escena, "solución minimalista”, dirían algunos, realizada por Gonzalo Callejas; una conceptualización que, con poco, logró transmitir la esencia de la gula imaginada por Calla. Hostil, abandonada, fría y en miseria en la primera parte. Lúdica, llena de color, kitsch en la segunda.

Tuve la suerte de ver Gula en el estreno y en la función final, y aunque ambas me produjeron juegos de emociones y momentos internos distintos, el efecto como espectador fue el mismo: preguntas para masticar, dudas morales para responder.

A cada función asistí con "gula” de aquello que sólo el teatro trae, cada noche degusté algo distinto, en la medida en que nunca dos puestas en escena son iguales. Días después de que la obra concluyó, escribo desde el estómago y extraño a la vieja dama, encarnada por una mujer valiente, quien hoy por hoy ya se quitó el maquillaje para convertirse en otra dama, más extraña, más dolida.

Gula me golpeó dos veces en los mismos lugares, destempló las mismas fibras y dejó las mismas preguntas: ¿qué hacer con el rencor que convive con el amor? ¿Cómo lidiar con el pasado que irrumpe poderoso y con sed de hacer justicia? Respuestas, sin duda, hay varias, sin embargo, en esta nota hablaré del amor no curado de una pareja, para la que tuvo poca importancia el "hacerse cargo” y el "saber hacer” con las facturas que trae el ayer y el reencuentro con lo que fue y pese a no quererlo sigue siendo.

Clara, producto del rechazo y el escarnio en la juventud, decidió hacer justicia a la vejez y adueñarse, a su manera, de su amante, el tendero mezquino que permaneció 40 años como recuerdo tortuoso en cada rincón de sus arrugas. Patricia García representó de forma intensa el dolor y el deseo de aquella dama que optó por ser la víctima pero desde otro lugar; la que en su "saber hacer” con el dolor se convirtió en villana, como un acto de cura, y pidió la muerte del villano como una forma de reparación, imposible por cierto, de la cobardía de la juventud.

Al otro lado, Elías, el otrora villano que años después, sólo al verse descubierto, se victimizó ante la inminente presencia de la muerte. Sufrió lo que Clara esperó que sufriera, clamó por clemencia, cuando en su momento no la tuvo en lo más mínimo. Torturado por los demonios del pasado, encarnados en la mujer que nunca dejó de amar, oró, enloqueció, esperó, pidió a su modo también justicia.

Es este el juego que Gula nos trajo, la dicotomía absurda del bien y el mal que se hace evidente en dos amantes. Ambos víctimas, con la diferencia de que en Clara el daño fue un acto de humillación, un rechazo como mujer y madre, mientras que Elías sólo fue víctima de sus verdaderos actos.

Ellos, sin embargo, tuvieron presente en el reencuentro el amor y el odio. Hacerse cargo, rearmarse olvidando, hubiera sido imprescindible para no pasar 40 años planeando una venganza como Clara, pero no, eso no hubiera estado a tono con Dürrenmatt y la realidad de una mujer torturada por las ofensas reales del pasado. El autor quizás buscó enfrentarnos a nuestros peores lados y mostrarnos el acto perverso de quien, en cuanto víctima del pasado, es capaz de volver a seducir al amado villano de su historia para luego golpearle el ego con un bastón endulzado por la miel de millones de billetes.

Podríamos afirmar que todos, en alguna medida, tenemos mucho de Clara y Elías, cuando decidimos no salir de la trampa del odio que no es más que la otra cara del amor, "ódiame por piedad, yo te lo pido, porque el odio hiere menos que el olvido” se podría acotar.

Gula, desde la historia de Clara y Elías, nos permitió asistir a una tragicomedia, a la representación de nuestras miserias, nuestra hipocresía, nuestros rencores y doble moral. Fue un encuentro con el teatro de la desesperanza y la venganza. Desde el humor y la ironía, buscó que recordemos las veces que el llanto silenció nuestra risa e hicimos llorar sin clemencia. Desde el dolor perverso hizo que nos preguntemos por qué, pese a desearlo tanto, al otro que nos jodió la vida nunca le partió un rayo y no hubo dama alguna para pisotearlo con una fina prótesis.

"El mundo me convirtió en una puta y ahora yo convertiré el mundo en un burdel”. Clara disfrutó la venganza y nos transmitió el dolor, nos hizo bailar a su ritmo, nos llevó a odiarla y desearla. Contradictoria incitadora a la muerte, de quien, luego de ser amante, la condenó a ser despojo e irónicamente permitió que fuera amargura encarnada, venganza que se disfrutó mejor fría. Nos hizo temer a la revancha de una mujer herida, de joven sometida, juzgada, abandonada, despojada de su hija, negada y puesta en duda por un hombre, un miserable gulense, tan parecido a varios que conozco y que habitan burlándose de la justicia en la ciudad que habito.

Patricia, la mujer detrás de Clara, no tuvo clemencia del personaje que le tocó interpretar, lo exprimió, sometió, hizo piel y denuncia. Sin embargo, siento que no fue del todo escuchada, fue eclipsada al final de la obra por un epílogo innecesario que ridiculizó la revancha y el dolor de dos amantes. Un final más chejoviano, abierto, menos burlesco, hubiera hablado mejor de la obra, la hubiera dejado en el lugar que merecía acabar: Elías y Clara iluminados por la luna llena, hablando de lo que pudo haber sido.

Sólo una cosa puedo afirmar luego de Gula, la justicia no se funda en la moral, sino más bien es el lugar que nos toca ocupar, el que define lo que entendemos por correcto. Al final, tarde o temprano todos tendremos una cita con la vieja dama, que llegará de sorpresa trayéndonos la factura de nuestros actos. Será mejor esperarla como Elías y Clara, con las mejores galas, en silencio, en una noche de luna, y hacerse cargo de lo cometido, sin quejas ni llantos. Sabiendo que se ha dañado, se ha amado, se ha vivido y esto, tal vez, en el último suspiro, valga más que lo que pueden comprar mil millones.

martes, agosto 18, 2015


Texto del Escritor paceño Luis Carlos Sanabria sobre El Acto de Agua, publicado en el suplemento Letra Siete del periódico Página Siete el sabado 11 de julio de 2015

La caricia más fría
Luis Carlos Sanabria

            Algunas veces los ríos –así como el amor–, pueden ser engañosos. Aún más: pueden ser perversos. Sus superficies se extienden a sus anchas en un recorrido que parece lleno de paz y que puede tomar por sorpresa al nadador incauto, pues la corriente interna en las entrañas del agua corre con furia y con violencia, arrasa y arrastra, enturbia la claridad de la superficie calma.
            Empiezo esta pequeña reseña de El acto de agua de Paul Tellería apelando a esta imagen, pues hallo en ella la metáfora perfecta para la aproximación a esta colección de cuentos. El agua, que simula transparencia, a la vez puede estar cargada de turbulenta violencia. De la misma forma, los cuentos que componen este denso libro pueden parecer una transparente denuncia de una realidad incomodísima –la violencia de género– y a la vez están cargados de una visceralidad y violencia intensas, que incomodan, pero, sobre todo, matizan y cargan de ambigüedad una idea tan “de bien y mal” como es este tipo específico de abuso.

El bueno, el malo y el ambiguo

            Para el último número de la revista de literatura 88 grados –si no la ha leído, ahora es su oportunidad–, escribí un texto en el que reflexionaba justamente sobre la violencia –y la de género– en la literatura boliviana. El texto señala, básicamente, dos formas en las que la literatura boliviana se acerca a esta temática: con una denuncia directa y militante desde la ficción y, por otro lado, usando la violencia como una estética cruda e incómoda. Es menester aclarar que ahora solo mencionaré estas vetas específicas sin hacer ningún tipo de reflexiones, simplemente porque estas no vienen al caso. Empero, si es de su interés, puede remitirse al texto mencionado.

            En el primer caso, hablando de violencia de género, el ejemplo más llamativo es la antología de cuentos ¡Basta!, proyecto dirigido por la escritora cochabambina Gaby Vallejo. Ella, conocida por su militancia de denuncia desde la novela Hijo de opa, recoge en ¡Basta!, cuentos de varias escritoras que giran alrededor de la violencia contra la mujer, manifiesto en un reclamo que pide solo una cosa: que el hombre deje de cometer abusos físicos y psicológicos en el hogar y en la sociedad. Este tipo de denuncia es directo, la construcción ficcional pretende hacer el reflejo perfecto de realidades incómodas.

            El segundo caso es el de la violencia como una estética definida. En la literatura boliviana podemos intentar un árbol genealógico que nos llevará al grotesco social como gesto primigenio, y en el que los escenarios son, en su mayoría, marginales y violentos. Heredero de ese grotesco, tomamos como paradigma de este caso al escritor contemporáneo Wilmer Urrelo, quien hasta ahora nos ha presentado una serie de novelas importantes en las que la violencia es casi un personaje más: los mundos se construyen desde este código. En el caso de violencia de género, el ejemplo más pertinente se encuentra en la novela Hablar con los perros, en la que uno de los hilos narrativos tiene como personajes a una banda de secuestradores que andan al acecho de señoritas para raptarlas y enviarlas al Perú: una banda de trata y tráfico. Empero, en este caso no estamos frente a un intento de denuncia social de esta realidad, por lo menos no es uno que lo haga de forma directa. En este caso preciso, la violencia no es otra cosa que un recurso estético, la construcción específica de un mundo.

            El caso de El acto del agua, de Telleria, puede instaurar una nueva categoría justo al medio de estas dos identificadas. Hay, de hecho, una intención de denuncia. El cuento más extenso del libro intenta dar cuenta de una investigación encargada a Moreira, el periodista personaje de un par de relatos, que debe escarbar alrededor del primer feminicidio –reconocido como tal– en la ciudad de La Paz, ejercicio en el que hay una clara intención de mostrar una radiografía que denuncie la violencia y el machismo cultural. Sin embargo –en este cuento como ejemplo y en cierta medida en todos los del libro–, el personaje no se rinde ante un maniqueísmo. Al final de cuentas se sabe varón, y al final de todo está consciente de que él mismo ha sido parte del círculo vicioso de la violencia. Ve, sin impedirlo, a su hijo continuar con ese legado primitivo del macho sobre la hembra.

            Esta ambigüedad requiere utilizar elementos del grotesco, usar violencia para presentar a las mujeres que protagonizan estos relatos –en su mayoría actos de venganza– de mujeres expuestas al abuso, y sin embargo, no por ello victimizadas o indefensas. No por ello “pobrecitas mártires”. Nos topamos con mujeres que se mueven dentro su propia maldad, su propia violencia, su incómodamente refrescante ambigüedad.

Sí, hay una estética violenta, y hay un claro intento de denuncia, pero es complicado tratar de clasificar al Acto de agua dentro de estas dos categorías. Y ese es su gran mérito.    Se nutre de una realidad incómoda que queda expuesta, pero no se limita al maniqueísmo peligroso cuando lo que se quiere es hacer denuncia. El libro de Tellería funciona bien como una bisagra, como un puente, entre la denuncia, la estética y la ambigüedad.

La caricia más fría

            El príncipe Hamlet atraviesa sus crisis personales, muchas que bordean en la locura, y estas se reflejan en su relación con Ofelia, la joven novia del príncipe. Al final, entre fantasmas y delirios, la violencia se apodera de esta tragedia de Shakespeare, y tras alusiones a abusos sexuales, violencia psicológica y locura, lo último que sabemos de Ofelia es que, trepada a un árbol cae al río, el agua jalonea sus vestidos y la acaba ahogando.

            El acto de agua hace, sin duda, referencia a este personaje clásico de la literatura. Pero las Ofelias que componen el libro se niegan a caer al río. Se fingen suicidas, coquetean con el cauce, simplemente con el fin de darle una coreografía a su venganza. Con el fin de que el beso final esté bien dado, y de que la última caricia sea la más fría. Estás Ofelias tienen la oportunidad de una redención que no las expiará de la violencia, pero las empoderará al punto de poder decidir el final de sus vidas y las de sus agresores. Porque ahora Ofelia se reescribe en otras.
 El acto de agua podría sintetizarse en los versos de Jessica Freudenthal que dicen:

Él se levanta, se viste,
hace pasar a la doncella
que doncella de su pieza
no saldrá jamás.

¿Crees Ofelia que esta vez
salga viva la doncella?

jueves, julio 16, 2015

Alex despúes del 9 de julio

             
                                                                                  


 La Paz, 16 de julio 2015

Pinche escritorcito, tu obsesión por la ficción aún te impide ver la realidad que evades con tus manos. Si al menos hubieses entendido, de una maldita vez, que nunca será buena idea construir puentes entre los personajes de papel y de la vida real, quizás no estarías ahí todo hecho al “book star” celebrando el nacimiento de tu libro. O lo que es lo mismo, tal vez  no estaría viva en las páginas de este tu Acto de Agua, que en tu caso, conociéndote, sería algo así como la ducha que te das cada quince días. Debes saberlo, ninguna de las personas que fueron a la presentación del libro tendrán el valor de decírtelo. Jamás, escucha bien, jamás  estarás a la altura de  la ofrenda húmeda de Ofelia, de la caminata acuática de Virginia, del poema hecho olas de Alfonsina o del digno silencio de Manuela con el rostro aplastado en la escarcha de agua en el lecho de un rio.

No mi narrador, yo te hablo, desde estas páginas que hoy volaron, para decirte que escuches más y escribas menos, que grites, aunque sea mudo, pero que lo hagas por mí, por todas, que por tener la mandíbula rota a palos, no pueden ser grito ni denuncia.
Después de show debo recordarte una vez más lo que le dije a Nikki. La gente de carne y hueso siempre será más cruda, imperfecta, impredecible, indomable. Más dura que cualquiera de los personajes que matan dentro de tus párrafos. Si pinche bolañito, por más que trates, que sangres, que llores, que escribas, que vomites, que sacudas el pecho de palabras heridas en la palabra, jamás, llegarás a conocernos.

Cuando todo esto acabe, sabrás que, más allá de la ficción en la que te engolosinaste por casi cinco años, en los  que me besaste y maltraste a palabrazos,  los huesos de Cesárea Tinajero  nunca existieron, pero sí los de las cientos de mujeres asesinadas en México, el mundo y en Bolivia: Niñas indefensas, jóvenes trabajadoras, abuelas, colegialas: violadas, mutiladas, degolladas, acuchilladas, estranguladas, descuartizadas; son y seguirán siendo las dueñas de los huesos que se secan en el desierto al que hiciste referencia en estas páginas, sin siquiera conocerlo, las que se pudren en el altiplano que tanto te molesta.

Sí, mi escritorcito, recuerda que siempre será mejor mirar de frente, hablar de frente. Eso debiste hacer el día que decidiste conocerme y no insistir en la absurda táctica de conquista intertextual con nuestros autores favoritos, muy onda Doccera, muy del Edmundo ¿no?

Recuerda lo que tantas veces te dije, cuando miraba de reojo tu escritura. Las palabras tarde o temprano se pierden en un colchón lleno de ombligos y yo, estoy más allá del tuyo. Si al menos hubieras sido más coherente, un poquito más sincero, no hubiera estado tan mal, hasta me hubiera gustado eso de hacerme someter con un látigo lleno de azúcar, pero no fuiste capaz. Ahora vuelvo a la página 23 donde habito. Recibe un buen puñetazo en el centro de tu ego y acepta que a partir de hoy deberás pagar el precio por lo que dejaste en estas páginas, por mí, por ellas y en caso que te olvides, la noche que menos pienses me encargaré de recordártelo.

Suerte en la farándula

Nunca tuya

Alex.

Palabritas sobre El Acto de Agua (extracto modificado)



Escribir es una terrible penitencia, un tortuoso placer que no se los aconsejo. Como en todo juego humano, donde uno busca eso que no existe, que nunca estará presente, es a su vez un placer inenarrable. Don y látigo decía Truman capote, don y látigo pero solo para la autoflagelación. Por eso decidió salir de un rincón de la memoria y dejar de disfrutar en medio de un desierto de aburrimiento un oasis de horror, parafraseando la deconstrucción del poema de Baudelaire hecha por Roberto Bolaño.

Cuando algo nace se celebra, por más que, cómo en este caso el grito de vida convoque muchas muertes, pero al final ¿acaso de eso no se trata todo? ¿Acaso la muerte no es el otro lado de la moneda del estar, del devenir en este mundo? Es necesario entonces tenerla presente aunque incomode.

Una obra empieza como un esbozo, una idea sobre algo que aquel que habita más allá de lo que se dice, te va susurrando al oído y te taladra el cerebro hasta que es insoportable, entonces empiezas a narrar y lo escrito cobra vida. Caprichosamente la mayoría de las veces ella elige su camino y solo eres un medio para lo que quiere decir. Guía tu mano, por lugares y recorridos que nunca pensaste al escribir el primer párrafo, tal vez a eso se refería Javier Cercas cuando decía “Un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino precisamente de lo que ignora” y fue aquello, ignorado por la sistemática desensibilización hacia la violencia que me enfrentó con el espejismo de creer que uno sabe de lo que escribe, cuando en realidad no tiene idea de nada.

El Acto de Agua  incluye trece relatos, cuentos, historias como quieran llamarlos. Cierra el mismo 2306 el cual narra el Feminicidio de Manuela Mamani y cuyo nombre lleva el primer y único observatorio de violencia de género en Bolivia. No es un ensayo o una tesis es literatura fría, cruda, desalmada, subida de tono, literatura sin tapujos, llena de amor, temor, pasión y dolor como la vida misma y punto.
Estas historias hablan del amor, de la revancha, de la vida, de la muerte, de la impunidad y la cobardía. Tal vez sus palabras llevan en sus líneas una inevitable disputa, una encarnizada pelea mental en la cual como autor y hombre educado para ser macho formé parte. Es un devenir, desde la ficción, desde la memoria, desde lo autobiográfico, desde la denuncia y la indignación, un intento de transcurrir por la vida, la muerte, el infierno y el purgatorio.

El Acto de Agua, es a su vez el  nombre de uno de sus  textos más ambiciosos, un homenaje o un memorial al acto desesperado de muerte, a la necesidad de lavarse el cuerpo, un despojarse de lo no deseado que permanece en la piel, en el alma. Un guiño al poder curativo del agua, al efecto simbólico que aporta en todo bautismo o exorcismo. Un homenaje a la Ofelia de Hamlet o de Müller, a  la muerte de Virginia Wolf o la de Alfonsina Storni. Al rostro lleno de escarcha de hielo de Manuela Mamani encontrada en el lecho de un rio. Es también un lavarse las heridas. Pero si acaso todo fuera tan fácil como hacer un acto de agua y purificarnos, las heridas de la violencia sanarían solas con solo sumergirnos en un rio, en una tina caliente colmada de agua bendita y listo. Si así fueran no estaríamos acá.

Este libro no es apología, no es denuncia, no es morbo amarillista, no es una visión maniquea de la violencia, tampoco una investigación psicológica o periodística. No es un libro costumbrista,  no es realismo social. Tampoco  una suma de fabulas a lo televisa así con héroes, villanos y víctimas que tanto nos gusta. Es una forma más de hablar de  la violencia, como se habla de la vida, como se habla del amor. Mirarla, aceptarla y reconocerla como parte de nuestra naturaleza humana, como ese “tanatos” que da la razón al “eros” que añoramos.

Estas páginas hablan de nosotros mismos de lo que desconocemos o escondemos y que coexiste y habita en cada uno “La Muerte es la compañera del Amor, juntos gobiernan el mundo” decía el viejo Freud. Este libro es un decir que debió ser dicho, por un acto personal, un encuentro con la violencia que habita nuestra historia, la producida, la que entregamos y recibimos y sobre cuyos efectos es necesario hacernos cargo, no corregirla, simplemente hacernos cargo, como diría  Roberto Bolaño en aquella lucida sentencia “la violencia es como la poesía, no puedes cambiar el viaje de una navaja. Ni la imagen del atardecer imperfecto para siempre”

Hay desesperanza en esta obra alguien me lo dijo, no todo puede ser tan malo, tan oscuro como lo cuentas. Yo creo que la realidad cotidiana supera con creces a la ficción de estas páginas en ellas se narran tres feminicidios en cinco años. En los últimos seis meses se cometieron casi cincuenta en el país “la realidad supera a la ficción”. La violencia es cruda, como esa frase hiriente en nuestro discurso cotidiano que habla de clavos sacando otros clavos. Cruda pero ¿qué hacemos con las marcas dejadas por las puntas? Por los clavos entregados, por aquellos recibidos, acaso deberíamos parafraseando a Lacan, ¿aceptar en silencio ser yunque por que no tuvimos compasión cuando nos tocó ser martillo?

A las ocho de la mañana del 23 de junio de 2005, en la zona Huayna Potosí de El Alto Norte, encontraron el cadáver de Manuela Mamani. Yacía a tres cuadras de su casa, en el lecho de un rio y con el rostro hundido en un charco. Sus trenzas tenían la misma escarcha de hielo que al amanecer produce el invierno en la hierba.
Cuando Manuela visitó por primera vez El Centro, lo hizo después de varios años de aguantar en silencio los malos tratos y golpes por parte de su marido. Por temor y culpa calló, la violencia de palabra, las patadas en la cara. El detonante que incrementó las reacciones violentas en su marido, fue la libertad “de producir y liderar”. Manuela empezó a ser productiva y ganar dinero, vendiendo canastas tejidas y asumió un activo rol de liderazgo en el taller de mujeres de “El Centro” que le permitió, tiempo después, ser elegida como dirigente de la junta de vecinos de la zona.

Manuela era reservada, de pocas palabras, sin embargo proyectaba la firmeza y convicción de saber lo que quería para su vida. De tez morena y alegre simpatía en el rostro, tenía una catarata en el ojo izquierdo que nublaba su vista, pero no le importaba y, menos aún, le quitaba la profundidad y optimismo en la forma de enfrentar el mundo. Sus labios eran finos y alargados, con la comisura un poco inclinada hacia abajo, lo cual le daba a su expresión una mezcla de dureza y “alegría por venir al centro”. Cuando hablaba, dejaba ver los dientes, bien cuidados, develando un carisma no explotado y capaz, pese a su limitado manejo del lenguaje, de persuadir con facilidad a la gente que la rodeaba.

 El sargento Quispe, dos horas después de la llamada de los vecinos, llegó al lugar en una patrulla-ambulancia de la PTJ. Con los años había aumentado de peso y, por su baja estatura, se veía más rechoncho. Llegó estrenando una chamarra negra, con tres grandes letras amarillas en la espalda que formaban la sigla PTJ. El asesinato de  Manuela era el 210, número treinta que le había tocado atender desde el caso de M.C. hace tres años. Con el tiempo se había vuelto más lento y el volumen de su abdomen le producía mayor cansancio al caminar.


Calladita miro a las señoras que salen y se van, después de entrar a hablar con la señorita, ¿qué cosa siempre les dirá no? ¿Sabrá lo que se siente? He venido porque me han dicho que ella sabe ayudarse, decir cosas buenas, cuando tienes problemas con tu marido. La verdad, cansada siempre estoy, años he tenido que aguantar calladita sus palabras y golpes. Años me ha dominado con sus insultos, pero ya no quiero. ¿Qué de mal he hecho yo siempre por venderme cosas y querer darles a mis hijas algo mejor? ¿Acaso mueble soy? Si la plata no alcanzaba, él todo siempre sabía tomárselo, seguro con sus cholas, he pensado. ¿Qué de malo es pues querer salir adelante y mejorar? He decidido que ya no quiero tener miedo, quiero mirarle sin llorar.

El día que el Sargento Quispe, convocado por la denuncia de los vecinos, recogió el cadáver de Manuela, ella llevaba un gorro de lana tapándole la cara, una chompa amarilla y dos polleras (una roja y una azul). El investigador refirió que en el mundo del hampa existe la creencia de que si se tapa la cara del cadáver, este no podrá ver al asesino y será más difícil atraparlo. Al examen físico externo no se detectaron marcas de ninguna clase en el cuerpo, pero sí se vio la cara hinchada y los ojos saltones, señales que ya Quispe conocía como las de muerte por asfixia. Cerca del cuerpo encontraron una manta y una bolsa de manualidades. El dinero que llevaba permanecía intacto.

Hasta la llegada de la policía, el cuerpo de Manuela permaneció inerte en el suelo, velaron su partida solo un par de perros callejeros. Perder la vida fue cosa de menos de cinco minutos. Su verdugo le tapó la boca, luego la estranguló y le quitó el aire de libertad que empezaba a gozar.

La muerte de Manuela estremece hoy a las voces que la nombran: la del que narra, la del verdugo y a las mujeres que estarán luego de su partida para decirles “permaneceré en el aire, aunque me hayan quitado hasta el último respiro a la fuerza”

Disculpen por haber convocado sin permiso a Manuela Mamani, ella ha estado presente en la narración de estas páginas. Tal vez eso era lo que quería, que sea un hombre el que escriba su historia, no lo sé. Quizás valga la pena creer, desde una mirada muy mágica, que esta noche ella nos convoca. Al final lo mágico está, en la medida que uno crea en algo intangible llámese dios o la nada estará. Si acaso entonces la magia existe y es verdad que el ajayu de quien fue privada de la vida a la fuerza permanece en el aire, hasta encontrar quien narre su historia, entonces tal vez, pueda ser acaso cierto que el que habla haya sido un medio para otra voz.
Pese a todo lo dicho hasta aquí, me cuesta explicar que es o intentó ser el Acto de Agua, ustedes lo dirán, al final he ahí lo fascinante de la literatura un libro es irrepetible y a la vez se transforma en varios libros al emprender su vuelo, porque cada lector al penetrar en sus páginas las respira, las vive en suma, las hace parte de un auto erótico melange entre lo que uno es y recuerda haber sido y lo que el autor fue y quiso evocar al escribir.

Cuando lo lean, háganlo sin clemencia, júzguenlo sin delicadeza y sobre todo al caminar la obra recuerden que ella habla de la muerte de quienes no pudieron defenderse y reposen en el verso de Cesar Pavese que desde su lucidez extrema acaso sintetice mejor lo antes dicho:


Ni la muerte, ni los grandes dolores desalientan. Pero la fatiga interminable, el esfuerzo por estar vivos de hora en hora, la noticia del mal de los otros, del mal mezquino, fastidioso como moscas de estío, ese es el vivir que descorazona. (Cesar Pavese)

miércoles, mayo 20, 2015

Carver y Chejov


Cuando leo a Carver me pasa lo mismo que al hablar de Allan Poe, celebrar a Borges y Cortazar o cuando me deslumbro con Kafka y Chejov, me siento un insecto, con las manos amputadas y que todo lo que tratpo de decir ya fue dicho, que los relatos que narro ya fueron narrados por los grandes con una maestría insuperable. Eso y más me pasa cuando leo Tres Rosas Amarillas de Raymond Carver y me conmuevo ante la posibilidad que permite la ficción de juntar a dos grandes  en un relato simplemente maravilloso, en el cual,  a temporalmente, el primero nos transporta a la muerte del segundo.  Carver es capaz de apropiarse, manteniendo distancia, de la técnica narrativa de Chejov, para sumergirnos en los momentos previos a la partida del gran escritor ruso, del médico, del hombre, del humano, del Anton, como fueron o debieron haber sido.

Compartirlo es celebrar el encuentro que solo la literatura permite, desde la eternidad en el campo de la palabra y saber que hay que seguir y seguir narrando para lograr algo que sea al menos la sombra de Tres Rosas Amarillas.


Tres Rosas Amarillas
Por Raymond Carver

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
"Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov (era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla."
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba "engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi irreflexiva indiferencia".
El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio", escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver."
El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?", preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono. "Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moét a la habitación 211. "¡Y date prisa! ¿Me oyes?"
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte."
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.