domingo, julio 24, 2011

A Irene

Hace unos meses Lorenza volvió a La Paz luego de su primera despedida. Cenando en un lugar de "Sopocachi mon amour" (como decía ella) Lorenza (Italiana del norte) y yo Paceño del centro, celebrabamos el retorno tomando un vino chapaco y hablando, del caprichoso romance que los europeos establecen con esta ciudad y de la contradicción que produce en quienes acaban enloqueciendo por las ganas de dejarla y las de dormir con ella el resto de tu vida.

En esa charla le conté del fubolista argentino del stronguest que llevaba su apellido y que acabó volviendose un boliviano más, del caos de nuestras calles, de los personajes paceños tan universales y tan locales, del aparapita que conoce el secreto de arrancarse el cuerpo, de Llojeta y sus hechizos, del Illimani que "se está" imponente. Ella miraba y asentía desde la intensidad de aquellos ojos azules (sólo comparables con el cielo paceño de invierno), miraba y lanzaba una sonrisa blanca como la nata. Luego de esa charla se fue por segunda vez, aunque con fecha abierta de retorno.

Meses despúes, luego de su seguno retorno, cenamos una pasta hecha por ella con ingredientes traidos desde Italia. En aquella oportunidad me confesó que el romance con La Paz se estaba complicando, que si se quedaba, poco a poco acabaría atrapada, por lo que había decidido emprender la tercera huida.

Luego de cenar, tomando nuevamente vino chapaco, hablando de literatura llegamos a Italo Calvino (compatriota suyo) y su libro las Ciudades Invisibles. Le comenté la sorprendente equivalencia que Willy Camacho (amigo escritor urbandino) había encontrado entre la ciudad de nombre Irene de aquel libro y La Paz.

Un mes antes de su tercera partida de La Paz (aquella anunciada sin retorno) me mandó un correo electrónico con un texto y me dijo: hazlo público cuando me allá ido, cuando Irene no pueda seducirme con el viento de altura para detenerme.

Así lo hice, ella se fue, Sopocachi sigue caminando, Irené sigue viva enamorando a quien deje hacerlo y yo mirando el cielo de invierno vuelvo a su mirada. A Continuación el texto:







Irene (Por Lorenza Fontana)




Irene es la ciudad que se asoma al borde del altiplano a la hora en que las luces
se encienden y en el aire límpido se ve allá en el fondo la rosa del poblado: donde es
más densa de ventanas, donde ralea en senderos apenas iluminados, donde
amontona sombras de jardines, y levanta torres con luces de señales; y si la noche es
brumosa, un esfumado claror se hincha como una esponja lechosa al pie de las caletas.
(Italo Calvino, Le città invisibili)


Hay momentos en los que sientes que explotas por dentro; instantes que derraman alegría y desesperación, emociones vibrantes que las fronteras epidérmicas no pueden contener. Sonrisas y llantos, caminando, ignorando las miradas ajenas, pisando la acera y flotando por dentro.

No hay nadie capaz de catalizar esa emoción, con gestos o palabras. Entonces se explota hacia el mundo, y en ese instante los edificios, las aceras, la taza vacía de café oscuro, el movimiento del gentío, las montañas, el horizonte se vuelven cómplices que recogen, en su transcurrir, la frustración de una raíz biológica consagrada a lo social.

Irene es Circe y Penélope, la casa y la perdición, es donde se llega sin querer llegar, y al querer salir es demasiado tarde para no sufrir. Todo empieza y termina la primera vez, a la orilla del altiplano (precipicio del valle) se abren las cascadas de edificios desordenados, la vía láctea de los modernos rascacielos, el óleo sobre tela de la Cordillera Real.

Irene produce algo similar a aquel escalofrío en el estomago, que anticipa al enamoramiento, para luego confundirte con los detalles en los que se diluye el romanticismo. Sin embargo, ella sabe que su mirada no te dejará indiferente y volverá a enamorarte una y otra vez.

Irene es epidérmica, se hace odiar y amar con la misma obstinación, es una compañera difícil y caprichosa, que acaba atrapando a las almas solitarias y emocionales que aquí encuentran un perfecto desequilibrio.

Irene es un ser emocional, como los hombres solos, que al no tener donde poner sus sentimientos, no se les ocurre mejor idea que desparramarlos por su paisaje urbano. Irene está sola, entre valles y altiplano, no tiene familia, ni hermanas, ni vecinos. Irene es ciudad y las ciudades son seres colonizadores, a merced de la expansión, luchando continuamente por una autoafirmación espacial e identitaria.

Irene no tiene rivales en la pelea por encontrar su identidad. Es única al mundo, pero manifiesta con fuerza su inquietud emocional, de alma condenada a la soledad.

Irene sabe reír y llorar. Ríe en los inviernos de cielo cristalino y sol poderoso, ríe con sus glaciares que ojean constantemente desde el escenario. Llora en verano, cuando las nubes cenicientas inundan sus calles de riadas turbias, y el Illimani deja huérfano el perfil del horizonte.

Irene está desnuda, no tiene trajes de hojas y flores por sus avenidas luchadoras. El magenta descarado de los ladrillos no tiene miedo a los vientos altiplánicos y se deja quemar sin pudor de revoque por un sol demasiado cercano.

Irene es la frontera vencida, perdió la batalla frente a los muñecos de adobe y el surrealismo alteño, dejando su espalda en las montañas inamovibles. Los Apus son sus dioses y sus diablos, su salvación y su condena.

Irene es arrogante y te lleva al absurdo, quizás ella más que nadie entendió la tensión hacia la irracionalidad de una fe, un amor, una pasión. No hay otra respuesta al absurdo que no sea el irracional. Irene lo sabe, porque Irene es la paz ¿Es La Paz Irene?



Referencias:



Irene: Paz en griego



Apus: Espiritus de la montaña

jueves, julio 21, 2011

Sobre Los B. o naturalismo agonizante



Textos que Migran, dirigida por Percy Jiménez, presenta Los B., adaptación de la novela “Los Buddenbrook” de Thomas Mann. Según su director, propone generar una reflexión sobre la historia boliviana contemporánea. Luego de verla considero que más bien usa como pretexto los últimos cincuenta años para enfrentarnos -desde una mirada existencialista- a la agonía y la decadencia de una familia construida en torno a un padre rígido, como la clase política de la cual proviene.

El patriarca ha muerto y Los B. (Los Budenbrock o los otrora “Bienaventurados”) necesitan replantearse. En esa medida se enfrentan con el vacío y el miedo que representa la ausencia del padre.

Es posible también realizar una analogía entre el desván de casa y el vientre de Jonás en el relato bíblico. A partir de lo anterior se lee a Los B. desde el temor a la sanción del otro social. Jonás era un profeta que se escondió de Dios, el cual de castigo hizo que acabe en el vientre de una ballena. Los B., frente a la tormenta de cambios sociales, sea por enojo o por temor, son tragados por el desván de su vieja casona, tratando de evadir-como Jonás- la realidad externa que los arrincona.

En Los B. Consulesa (la abuela) interpretada de manera sólida por Norma Quintana, aglutina y trata de sostener-pese a las diferencias- a Los B. dentro el vientre de la casa, tratando de resaltar las luces del fracasado ideal del patriarca. Mediante rezos trata de protegerlos de la sanción de aquel Otro (proletario, indígena) incompasivo, quien al igual que Dios en la historia de Jonás, está dispuesto a hacer pagar a Los B. las culpas de una oligarquía “llena de culpas y pecados”.

En esa medida, Los B. de tradición nacionalista han cedido el paso a “Los nuevos B”, los que hoy compran mansiones construidas con el ladrillo más fuerte de su época, para levantar sobre sus ruinas edificios llenos de brillosos vidrios.

Por otro lado, el desván de la casa de Los B. es también el inconsciente colectivo de la familia, que cuando los mecanismos de represión pierden su poder deja que salgan a flote los desechos contenidos de un pasado compartido, estrellándose en la cara de sus miembros con miserias, olvidos y todo aquello que “El Padre” (poder social de por medio) se encargó de contener.

Hablar de Los B. es también hacerlo del lugar donde la obra es puesta en escena (depósito del Centro Sinfónico). Este depósito, situado simbólicamente frente al Banco Central (emblema de aquello que interpela la obra), es un personaje más: el inconsciente, el vientre de la ballena. Desde su escenografía crea el entorno para un encuentro cómplice con un público que se mimetiza entre sus paredes y es uno con la puesta en escena. El lugar permite ser parte de la casa, que dicho sea de paso produce sus propios ruidos, tiene su propia voz e invita a las vidas de la calle, con sus campanadas y bocinazos a crear el ambiente para el despliegue naturalista de los actores.

Los B. construye un “Melange” para hablar de una familia agonizante en un periodo político también agonizante. Lo anterior no sería posible sin las seis personas que los encarnan, como bien dijo Luis Bredow: Es necesario ver la obra seis veces, para exprimir las seis vidas que se esconden detrás de cada personaje”.

Se resalta el despliegue de Antonia (Mariana Vargas) quien encarna la extrema histeria femenina, capaz de rasgarse las vestiduras al verse perdida o clavarte el puñal por la espalda con una carcajada cuando menos piensas.

Es de destacar también la capacidad de explotar la puesta en escena naturalista de Luigi Antezana (Permanender, segundo esposo de Antonia). La irreverente y espontánea locura de Christian B. (Alejandro Viviani) quien -en la dinámica de la familia- es acaso el más lúcido y representa al rebelde desterrado por el padre.

Mención aparte para Pedro Grossman en el papel de Thomas B, quien exprime al máximo y logra uno de sus más intensos y mejor logrados personajes, lo cual más que sorpresa es simplemente la confirmación de años de riguroso oficio del actor.

Error sería no hablar del genial cinismo de Grunlich (Primer esposo de Antonia), interpretado por Cristian Mercado, el cual representa con exactitud al testaferro de “los nuevos B” y expone-zapatos y vestimenta de por medio- un carisma seductor capaz de burlarse del actual marido de Antonia o sentarse a beber con ambos, clavándoles el puñal donde más duele.

Por último Hanno B. (Mauricio Toledo) encarna con espontaneidad y soltura aquel nieto que exterioriza el dilema al que lo enfrenta ser el último de los B. Muestra -en su aparente candidez- la disonancia entre cargar el síntoma de la familia o asumir su propia historia, tal vez por eso es el que tomará la posta de la locura de Hanno.

Los actores gritan en casi hora y media la oscura y negada agonía de una familia decadente que perfectamente podría ser boliviana, latinoamericana o europea. En esa denuncia, las licencias históricas del guión quedan en un segundo plano y son, desde mi punto de vista, un pretexto para narrar lo que realmente importa: la historia de la intimidad no dicha de una familia oligarca.

Los B. invita a mirar el pasado, riéndose del presente. Luego de verla no se sorprendan si les entran ganas de ir al desván, cantarse las cuarenta y quemar los cachivaches del pasado, eso si todos menos la tina liberadora para el canto o la muerte.

sábado, julio 16, 2011

Illimani.....


Ante el silencio con que mi niña el día de ayer contemplaba el Illimani desde el mirador del Museio Pipiripi, me temblaron los ojos y se me paralizaron los cachetes pensando en su presencia, en la inmovilidad con que permanece vigilante para todos y para ninguno.

Entonces vinieron a mi memoria encuentros y desencuentros y recordé cada una de las mil veces que contemplando la robusta montaña, alabé, rei a carcajadas, mandé a la mierda, elevé plegarias o cruzé los dedos en supersticiosa ofrenda.

Ayer fue la primera vez que sentí algo parecido al júbilo que refería el poeta. El Illimani fue mirado por mi hija, mientras recibia el eco del viento en su pequeño rostro, enrojecido por el viento de la ciudad. Entonces comprendi aquello que Beltrán le dijo a Felipe Delgado:

…Beltrán habiendo trepado con gran agilidad a una banqueta adosada a la pared, abrió de un golpe las dos hojas de una especie de claraboya en lo alto de la habitación.

Delgado, con curiosidad se acercó y subió a la banqueta. Y se quedó sorprendido.

En el fondo del cielo invernal, de una limpidez impresionante, bajo un aura cristalina, con un matiz de color lila profundo, se ofrecía el Illimani.

De pronto, mirando con desconcierto a Beltrán delgado dijo>

---Claro; El Illimani.

----¿Y qué más quería usted?—repuso Beltrán con extrañeza--.

Seguramente lo ha visto mil veces, dos mil veces, muchísimas veces durante toda su vida; pero yo juraría que es ésta la primera vez que verdaderamente lo ve. Con mirarlo una sola vez como se debe, uno está salvado. Se acabó la historia (Jaime Saenz, Felipe Delgado, pagina 160).


Habiendo mirado por primera vez al Illimani visperas del 16 de julio, con la vida fruto de mi vida y con la mitad del camino transcurrido, hoy quiero creer que estoy salvado.