sábado, noviembre 12, 2011

Sobre el cuerpo I

Hay certezas que provienen del músculo, el hueso, las uniones pegadas a fuerza de sangre y nervio, verdades que confiesa la envoltura. En ese momento sabes que el cuerpo habla lo que el otro que lo habita calla. Es ahí que se revela el delirio que susurra y confiesa: el cuerpo vive en el dolor y duele en el vivir.

Entonces parafraseando las imagenes de Jaime Saenz, habría que concluir que sería mejor no decir nada y recorrer esta distancia esperando el dia en que las tripas se revuelvan y las vertebras se compriman hasta sacarte tus jugos y fluidos y dejarte hecho despojo de despojos en un viejo catre. Habría que saber de una vez por todas que el que habla lo hace desde un lugar que no termina ni empieza en la envoltura y que la palabra es sin carne y sin embargo a su vez es verbo del cuerpo.

Mientras tanto en la espera miro mi mesa en la que están: el borrador de un texto que escribi por encargo sobre la muerte de una mujer que no conocí,un viejo ejemplar de la revista ECO el año 1968 (con algunas cartas de Pavese) y mi ejemplar de Rayuela escoltado por una botella de Coca Cola (vaya a saber porque le dio la gana de salir hoy). En esa escena me pregunto por lo que pasa al medio, en la silla que me sostiene, debajo de mi gluteo izquierdo, donde presiona como dedo de torturador e irradia como trueno el dolor del nervio, aquel que dice lato en ti porque me da la gana y te jodo porque puedo hacerlo, porque me otorgas el espacio para recordarte que en ti habito, porque soy cuerpo vivo en palabra muerta y tu no podrás hacer nada.

Si hoy sería mejor no decir nada y seguir escribiendo mientras el coctail de pastillas analgésicas que tomé vaya haciendo efecto, engañando al nervio al disco que no suena pero que comprime.Si hoy el hablar del cuerpo (con su persistencia china de gota de agua en la frente) se irá desvaneciendo, por unas horas,por unos minutos y mientras tanto es justo y necesario:

Entregar desde la nada de la palabra herida en la palabra, mi dolor adormecido a la Maga añeja y ausente de Cortazar para quue haga algo con este dolor de mierda y lo lanze al Sena.

sábado, octubre 08, 2011

Desde el ventanal

Escribo desde el Café Alexander del Multicine (Avenida Arce entre Gosálvez y Pinilla). Por el gran ventanal del segundo piso recibo los saludos ruidosos de la ciudad que despierta en sábado. Frente mío hay una casona abandonada de los años cuarenta que tiene un altillo en el que mi imaginación busca la silueta de Norman Bates de Psicosis. La casona tiene una reja negra con la advertencia de no estacionar, un graffiti con pintura plateada y letras sin sentido se sobrepone al letrero. A la derecha la Universidad Militar EMI que ofrece en un letrero guindo su oferta de programas de doctorado. Al ingreso tiene un estandarte con una bandera boliviana, mis ojos buscan la whipala. A mi izquierda- dentro el café- una mujer de no más de treinta es la encargada de limpieza de este lugar. La mujer acaricia con firme dedicación el ventanal de vidrio que me separa de la calle; se para de puntas para llegar a una esquina, encorva la espalda para limpiar una mancha. Tiene cicatrices en el pómulo de alguna eruptiva y un gorro que esconde su cabello amarrado; sus ojos guían el ascenso de un trapo hasta la esquina superior izquierda de la ventana, trapo hambriento que asciende en busca de arañas.

Por un resquicio entre el pilar y el balcón interno de madera del café, frente a un gran letrero de publicidad, sentada en el borde de la acera una mujer de pollera roja y saco azul (puesto al revés) pide limosna, sus canosas trenzas reciben el sol y una gorra de llana con dibujitos de llamas juega a proteger de la radiación su rostro lleno de surcos. Por su delante pasan seis mujeres jóvenes apuradas, aligeradas de ropa, aligeradas de misericordia. La séptima mujer llega de un puesto de comida y le entrega una taza de café y un pan, la anciana bebe el café en tres sorbos y deja el vaso a su lado, junto su pollera, luego toma el pan y lo mira mientra espera alguna moneda. La anciana espera la caridad de las vidas apuradas mientras come al sol y finge cuidar autos, indignante forma de sub empleo para una anciana ¿será que los ladrones la respetarían si los pesca robando?

Las encías de la vieja mujer sorprenden, muerden con fuerza el pan con algo adentro parecido a una mortadela. La mujer aún no ha recibido ninguna moneda, veo que vuelve a estirar la mano, esta vez haciendo un ademán con los dedos como aquel que se usa para llamar a un perro, gesto que esta vez va dirigido a un hombre de lentes negros y chamarra rompevientos. Pienso que la mujer tiene todo el derecho de hacerle “psst, psst” como a perrito al joven hombre, porque ella merece el respeto y no viceversa.

La mujer que lava vidrios se ha ido, a mi derecha en la mesa del lado conversa una pareja, el hombre lleva barba y poco pelo en la cabeza, es un conocido mío pero finjo no haberlo visto. El habla de sus sueños, ella da la vuelta la cabeza para ver algo en un edificio (tal vez el apartamento que el añora comprar). En la calle ha estacionado un camión transportador de valores de Brinks lleno de dinero, el vehículo da sombra a la anciana que come y espera una moneda.

La indignación llena mis ojos al leer en el periódico que una niña de dos años murió ayer luego de una semana en coma por la golpiza que le propinó el padrastro en complicidad con su madre. Más abajo otra noticia habla de otra niña, esta vez una bebé de ocho meses, la cual está en cuidados intensivos por que el padre quiso envenenarla con raticida para no pagar asistencia familiar.

Respiro y me sobrecoge el llanto caprichoso de una niña en el piso inferior del Café. La menor se niega a desayunar “una niña fue envenenada con raticida porque el padre quería evitar pagar su alimentación “vuelvo a pensar.
La mujer que lava el vidrio ya no está. Levanto los ojos busco respuestas en las nubes y reparo en un edificio en construcción. En el piso 15 veo sobre un andamio cuatro hombres de espaldas descansan, llevan overoles y cascos (al menos tienen protegidas la cabeza). Me recuerdan a la clásica fotografía de cuatro obreros sentados en una viga de acero en una construcción en la Nueva York de los años 30. La Paz no es Manhattan me respondo, es la ciudad en la que los camiones llenos de dinero parquean en doble fila detrás de una anciana limosnera y donde apresuradas las mujeres jóvenes entran a un gimnasio para quemar las calorías de más, para construir el cuerpo que las revistas venden que han visto anoche en el Show de Tinelli. Esta es la ciudad, donde todavía hay ancianas que piden limosna en las calles, padres homicidas de sus propias hijas y bebes que gritan porque se niegan a comer su abundante ensalada de frutas.

Esta es mi ciudad que despierta con furia y me lleva a recordar: Si miras con paciente detenimiento lo que tus ojos ignoran escucharás en el eco de estas vidas, las mil razones que laten y te muestran tu pequeñez aburguesada.

sábado, agosto 20, 2011

Shsss



.....Morder sin abrir la boca...

martes, agosto 16, 2011

Veinticinco veces en la noche una sola noche veinticinco...



A los 25 años de la muerte de Jaime Saenz, comparto un textos y un poema dedicados al poeta, que publiqué en el año 2008 en mi libro Trajines y Haceres

Encuentro con la noche

(En el lugar que no se expande)

Ingreso por el mausoleo de los notables, que dan su nombre a las calles que hoy transito, alineados: Belisario Salinas, Rosendo Gutiérrez, Villalobos, Riosiño y otros, esos de los que pocos saben lo que hicieron, esos que todos caminan a diario por su espalda de asfalto. Me acuerdo cuando ella me dijo que son sólo calles, que su nombre en la memoria colectiva representa sólo puntos de referencia, lugares de encuentro. Pocos se acuerdan que hicieron, que fueron para esta ciudad, para que tengan un lugar perpetuo con vista al Illimani, pocos se acuerdan, menos tú.

Tres de la tarde, se nubla la escenografía del lugar y un nuevo encuentro con la muerte me conmueve. El féretro sale de la capilla, en hombros de primos y sobrinos. Enrique, solterón y músico de banda ha muerto el viernes, con hueso de pollo clavado en la garganta, su cuerpo pesa más que la tuba que apretaba su espalda. El sol sale con fuerza, los vivos, en traje negro, hacen planes para el platito de las cuatro, para la cerveza fría, listos para bailar en vida el recuerdo de su muerte. Cuentan chistes de esos de Pepito, se juntan detrás de la sobrina de falda campana y de reojo le charlan a sus piernas. Las deudas lloran, fieles a su guión, con una mano en la boca y la otra sonriente porque no lavará más los calzones del músico.

En el trayecto, por laberintos de nichos, he decidido buscarlo. Con la tentación irreverente, he decidido llamarlo por su nombre y luego la contundencia de su obra ha hecho que sólo callé y decida buscar su tumba para rendir un homenaje silencioso.

Poeta de la noche te busco cerca al gran portón. En aquel ingreso en el cual te preguntaste por las razones que hacen que este cementerio no se expanda, siga igual con los años, por la misteriosa forma de maqueta de nichos que no crece y que hoy te alberga.

Pregunto y nadie parece conocerte, los niños, que se hacen llamar guías se ríen al oír tu nombre. Por radio el guardia pregunta para ubicar tu tumba. Alguien susurra que moras al lado de Gilberto Rojas y que si sigo recto clarito veré el árbol grande que te da sombra. Un guardia municipal decide acompañarme a tu encuentro.

En el camino el guardia me cuenta que es sereno por las noches y que los más viejitos, dos porteros antiguos, conocen bien a sus muertitos. -No hay caso de pestañear, grave te jalan la pata y sordo te vuelves con sus ruidos-, me dice. Le pregunto por aquella mujer misteriosa que decidió cuidarte y de la que nadie hace un tiempo tiene noticias. Limpiaba tu piedra, cambiaba tus flores, hasta que la familia la sacó tostando, el guardia me responde que no sabe de quien hablo, que hay muchas rezadoras que adoptan muertitos en este lugar.

El encuentro con la última morada del poeta es abrupto y seco. Piedra en piedra rota del Choqueyapu, gravado su nombre en tinta negra. Descanso al caminar y buscarlo, camino al descansar y encontrarlo.

La arena cubre su noche, su distancia recorrida. Hoy crecen hojas de Eva desde la pared de adobe que da sombra a sus jarrones llenos de lilas. Una pluma reposa en la greda de su tumba, varias piedritas de esas con cuarcitos negros, dibujan lo que parece ser el contorno de su cuerpo en la tierra.

Los niños no conocen su nombre, las señoras que hablan de sus maridos muertos, me miran sentadas desde la fuente seca, no entienden mi silueta apoyada en su árbol. Me piden una punta bola, rompen el silencio de mis palabras a su noche, anotan una dirección, -el tío Alberto está por allá, en el cuartel nuevo- dicen.

“La Ramona” con viento ha empujado el vaso con claveles y el agua ha mojado unas plumas de pollo que quien sabe que hacen ahí. Flores secas abundan, hay un jarrón negro, otro de greda con motivos mexicanos. Caigo en la osadía de robarle la pluma de ave que reposa en su piedra y un poco de su tierrita, para tenerla en casa.

Reposo de este andar en la morada del poeta. Las palabras no vienen se niegan a decirle algo, su morada permanece de espaldas al Illimani. Sus restos contemplan laderas serpenteadas y acogen mi silencio. Cosa vana elevar una plegaria a su nombre, importunar su noche con falsos afanes de amistad, cosa extraña mirarme en su nada.


Piedra en Piedra

En esta arrogancia te nombro,

invasivo e irrespetuoso

Mis manos han levantado tu pluma,

mis dedos escarbado tu arcilla,

creyendo ser palabra de tu verso,

en el robo de tu tierra



Descanso al caminar y buscarte,

camino al descansar y encontrarte,

moras en tumba de arcilla en piedra,

la roca cubre tu noche, tu distancia recorrida

Silente delirio, responso al verbo de la noche

Hoy el eco de tus huesos es semilla,

arbusto seco, champa vana.



He permanecido, sin decir nada,

vigía, en la memoria seca de tu musgo,

Tu ser se baña en la crepuscular forma

del tiempo sin tiempo

del cuerpo sin cuerpo,

verbo en el polvo



De espaldas al Illimani, de frente a la comarca

Tus huesos, de ladera serpenteada,

de ladrillos empinados, acogen mi silencio

Tus órbitas, buscan el viento de su estrella.



Cosa vana hoy elevarte una plegaria.

Cosa extraña hoy reflejarme en tu distancia

domingo, julio 24, 2011

A Irene

Hace unos meses Lorenza volvió a La Paz luego de su primera despedida. Cenando en un lugar de "Sopocachi mon amour" (como decía ella) Lorenza (Italiana del norte) y yo Paceño del centro, celebrabamos el retorno tomando un vino chapaco y hablando, del caprichoso romance que los europeos establecen con esta ciudad y de la contradicción que produce en quienes acaban enloqueciendo por las ganas de dejarla y las de dormir con ella el resto de tu vida.

En esa charla le conté del fubolista argentino del stronguest que llevaba su apellido y que acabó volviendose un boliviano más, del caos de nuestras calles, de los personajes paceños tan universales y tan locales, del aparapita que conoce el secreto de arrancarse el cuerpo, de Llojeta y sus hechizos, del Illimani que "se está" imponente. Ella miraba y asentía desde la intensidad de aquellos ojos azules (sólo comparables con el cielo paceño de invierno), miraba y lanzaba una sonrisa blanca como la nata. Luego de esa charla se fue por segunda vez, aunque con fecha abierta de retorno.

Meses despúes, luego de su seguno retorno, cenamos una pasta hecha por ella con ingredientes traidos desde Italia. En aquella oportunidad me confesó que el romance con La Paz se estaba complicando, que si se quedaba, poco a poco acabaría atrapada, por lo que había decidido emprender la tercera huida.

Luego de cenar, tomando nuevamente vino chapaco, hablando de literatura llegamos a Italo Calvino (compatriota suyo) y su libro las Ciudades Invisibles. Le comenté la sorprendente equivalencia que Willy Camacho (amigo escritor urbandino) había encontrado entre la ciudad de nombre Irene de aquel libro y La Paz.

Un mes antes de su tercera partida de La Paz (aquella anunciada sin retorno) me mandó un correo electrónico con un texto y me dijo: hazlo público cuando me allá ido, cuando Irene no pueda seducirme con el viento de altura para detenerme.

Así lo hice, ella se fue, Sopocachi sigue caminando, Irené sigue viva enamorando a quien deje hacerlo y yo mirando el cielo de invierno vuelvo a su mirada. A Continuación el texto:







Irene (Por Lorenza Fontana)




Irene es la ciudad que se asoma al borde del altiplano a la hora en que las luces
se encienden y en el aire límpido se ve allá en el fondo la rosa del poblado: donde es
más densa de ventanas, donde ralea en senderos apenas iluminados, donde
amontona sombras de jardines, y levanta torres con luces de señales; y si la noche es
brumosa, un esfumado claror se hincha como una esponja lechosa al pie de las caletas.
(Italo Calvino, Le città invisibili)


Hay momentos en los que sientes que explotas por dentro; instantes que derraman alegría y desesperación, emociones vibrantes que las fronteras epidérmicas no pueden contener. Sonrisas y llantos, caminando, ignorando las miradas ajenas, pisando la acera y flotando por dentro.

No hay nadie capaz de catalizar esa emoción, con gestos o palabras. Entonces se explota hacia el mundo, y en ese instante los edificios, las aceras, la taza vacía de café oscuro, el movimiento del gentío, las montañas, el horizonte se vuelven cómplices que recogen, en su transcurrir, la frustración de una raíz biológica consagrada a lo social.

Irene es Circe y Penélope, la casa y la perdición, es donde se llega sin querer llegar, y al querer salir es demasiado tarde para no sufrir. Todo empieza y termina la primera vez, a la orilla del altiplano (precipicio del valle) se abren las cascadas de edificios desordenados, la vía láctea de los modernos rascacielos, el óleo sobre tela de la Cordillera Real.

Irene produce algo similar a aquel escalofrío en el estomago, que anticipa al enamoramiento, para luego confundirte con los detalles en los que se diluye el romanticismo. Sin embargo, ella sabe que su mirada no te dejará indiferente y volverá a enamorarte una y otra vez.

Irene es epidérmica, se hace odiar y amar con la misma obstinación, es una compañera difícil y caprichosa, que acaba atrapando a las almas solitarias y emocionales que aquí encuentran un perfecto desequilibrio.

Irene es un ser emocional, como los hombres solos, que al no tener donde poner sus sentimientos, no se les ocurre mejor idea que desparramarlos por su paisaje urbano. Irene está sola, entre valles y altiplano, no tiene familia, ni hermanas, ni vecinos. Irene es ciudad y las ciudades son seres colonizadores, a merced de la expansión, luchando continuamente por una autoafirmación espacial e identitaria.

Irene no tiene rivales en la pelea por encontrar su identidad. Es única al mundo, pero manifiesta con fuerza su inquietud emocional, de alma condenada a la soledad.

Irene sabe reír y llorar. Ríe en los inviernos de cielo cristalino y sol poderoso, ríe con sus glaciares que ojean constantemente desde el escenario. Llora en verano, cuando las nubes cenicientas inundan sus calles de riadas turbias, y el Illimani deja huérfano el perfil del horizonte.

Irene está desnuda, no tiene trajes de hojas y flores por sus avenidas luchadoras. El magenta descarado de los ladrillos no tiene miedo a los vientos altiplánicos y se deja quemar sin pudor de revoque por un sol demasiado cercano.

Irene es la frontera vencida, perdió la batalla frente a los muñecos de adobe y el surrealismo alteño, dejando su espalda en las montañas inamovibles. Los Apus son sus dioses y sus diablos, su salvación y su condena.

Irene es arrogante y te lleva al absurdo, quizás ella más que nadie entendió la tensión hacia la irracionalidad de una fe, un amor, una pasión. No hay otra respuesta al absurdo que no sea el irracional. Irene lo sabe, porque Irene es la paz ¿Es La Paz Irene?



Referencias:



Irene: Paz en griego



Apus: Espiritus de la montaña

jueves, julio 21, 2011

Sobre Los B. o naturalismo agonizante



Textos que Migran, dirigida por Percy Jiménez, presenta Los B., adaptación de la novela “Los Buddenbrook” de Thomas Mann. Según su director, propone generar una reflexión sobre la historia boliviana contemporánea. Luego de verla considero que más bien usa como pretexto los últimos cincuenta años para enfrentarnos -desde una mirada existencialista- a la agonía y la decadencia de una familia construida en torno a un padre rígido, como la clase política de la cual proviene.

El patriarca ha muerto y Los B. (Los Budenbrock o los otrora “Bienaventurados”) necesitan replantearse. En esa medida se enfrentan con el vacío y el miedo que representa la ausencia del padre.

Es posible también realizar una analogía entre el desván de casa y el vientre de Jonás en el relato bíblico. A partir de lo anterior se lee a Los B. desde el temor a la sanción del otro social. Jonás era un profeta que se escondió de Dios, el cual de castigo hizo que acabe en el vientre de una ballena. Los B., frente a la tormenta de cambios sociales, sea por enojo o por temor, son tragados por el desván de su vieja casona, tratando de evadir-como Jonás- la realidad externa que los arrincona.

En Los B. Consulesa (la abuela) interpretada de manera sólida por Norma Quintana, aglutina y trata de sostener-pese a las diferencias- a Los B. dentro el vientre de la casa, tratando de resaltar las luces del fracasado ideal del patriarca. Mediante rezos trata de protegerlos de la sanción de aquel Otro (proletario, indígena) incompasivo, quien al igual que Dios en la historia de Jonás, está dispuesto a hacer pagar a Los B. las culpas de una oligarquía “llena de culpas y pecados”.

En esa medida, Los B. de tradición nacionalista han cedido el paso a “Los nuevos B”, los que hoy compran mansiones construidas con el ladrillo más fuerte de su época, para levantar sobre sus ruinas edificios llenos de brillosos vidrios.

Por otro lado, el desván de la casa de Los B. es también el inconsciente colectivo de la familia, que cuando los mecanismos de represión pierden su poder deja que salgan a flote los desechos contenidos de un pasado compartido, estrellándose en la cara de sus miembros con miserias, olvidos y todo aquello que “El Padre” (poder social de por medio) se encargó de contener.

Hablar de Los B. es también hacerlo del lugar donde la obra es puesta en escena (depósito del Centro Sinfónico). Este depósito, situado simbólicamente frente al Banco Central (emblema de aquello que interpela la obra), es un personaje más: el inconsciente, el vientre de la ballena. Desde su escenografía crea el entorno para un encuentro cómplice con un público que se mimetiza entre sus paredes y es uno con la puesta en escena. El lugar permite ser parte de la casa, que dicho sea de paso produce sus propios ruidos, tiene su propia voz e invita a las vidas de la calle, con sus campanadas y bocinazos a crear el ambiente para el despliegue naturalista de los actores.

Los B. construye un “Melange” para hablar de una familia agonizante en un periodo político también agonizante. Lo anterior no sería posible sin las seis personas que los encarnan, como bien dijo Luis Bredow: Es necesario ver la obra seis veces, para exprimir las seis vidas que se esconden detrás de cada personaje”.

Se resalta el despliegue de Antonia (Mariana Vargas) quien encarna la extrema histeria femenina, capaz de rasgarse las vestiduras al verse perdida o clavarte el puñal por la espalda con una carcajada cuando menos piensas.

Es de destacar también la capacidad de explotar la puesta en escena naturalista de Luigi Antezana (Permanender, segundo esposo de Antonia). La irreverente y espontánea locura de Christian B. (Alejandro Viviani) quien -en la dinámica de la familia- es acaso el más lúcido y representa al rebelde desterrado por el padre.

Mención aparte para Pedro Grossman en el papel de Thomas B, quien exprime al máximo y logra uno de sus más intensos y mejor logrados personajes, lo cual más que sorpresa es simplemente la confirmación de años de riguroso oficio del actor.

Error sería no hablar del genial cinismo de Grunlich (Primer esposo de Antonia), interpretado por Cristian Mercado, el cual representa con exactitud al testaferro de “los nuevos B” y expone-zapatos y vestimenta de por medio- un carisma seductor capaz de burlarse del actual marido de Antonia o sentarse a beber con ambos, clavándoles el puñal donde más duele.

Por último Hanno B. (Mauricio Toledo) encarna con espontaneidad y soltura aquel nieto que exterioriza el dilema al que lo enfrenta ser el último de los B. Muestra -en su aparente candidez- la disonancia entre cargar el síntoma de la familia o asumir su propia historia, tal vez por eso es el que tomará la posta de la locura de Hanno.

Los actores gritan en casi hora y media la oscura y negada agonía de una familia decadente que perfectamente podría ser boliviana, latinoamericana o europea. En esa denuncia, las licencias históricas del guión quedan en un segundo plano y son, desde mi punto de vista, un pretexto para narrar lo que realmente importa: la historia de la intimidad no dicha de una familia oligarca.

Los B. invita a mirar el pasado, riéndose del presente. Luego de verla no se sorprendan si les entran ganas de ir al desván, cantarse las cuarenta y quemar los cachivaches del pasado, eso si todos menos la tina liberadora para el canto o la muerte.

sábado, julio 16, 2011

Illimani.....


Ante el silencio con que mi niña el día de ayer contemplaba el Illimani desde el mirador del Museio Pipiripi, me temblaron los ojos y se me paralizaron los cachetes pensando en su presencia, en la inmovilidad con que permanece vigilante para todos y para ninguno.

Entonces vinieron a mi memoria encuentros y desencuentros y recordé cada una de las mil veces que contemplando la robusta montaña, alabé, rei a carcajadas, mandé a la mierda, elevé plegarias o cruzé los dedos en supersticiosa ofrenda.

Ayer fue la primera vez que sentí algo parecido al júbilo que refería el poeta. El Illimani fue mirado por mi hija, mientras recibia el eco del viento en su pequeño rostro, enrojecido por el viento de la ciudad. Entonces comprendi aquello que Beltrán le dijo a Felipe Delgado:

…Beltrán habiendo trepado con gran agilidad a una banqueta adosada a la pared, abrió de un golpe las dos hojas de una especie de claraboya en lo alto de la habitación.

Delgado, con curiosidad se acercó y subió a la banqueta. Y se quedó sorprendido.

En el fondo del cielo invernal, de una limpidez impresionante, bajo un aura cristalina, con un matiz de color lila profundo, se ofrecía el Illimani.

De pronto, mirando con desconcierto a Beltrán delgado dijo>

---Claro; El Illimani.

----¿Y qué más quería usted?—repuso Beltrán con extrañeza--.

Seguramente lo ha visto mil veces, dos mil veces, muchísimas veces durante toda su vida; pero yo juraría que es ésta la primera vez que verdaderamente lo ve. Con mirarlo una sola vez como se debe, uno está salvado. Se acabó la historia (Jaime Saenz, Felipe Delgado, pagina 160).


Habiendo mirado por primera vez al Illimani visperas del 16 de julio, con la vida fruto de mi vida y con la mitad del camino transcurrido, hoy quiero creer que estoy salvado.

jueves, junio 23, 2011

Sobre los viejos



Escribir sobre la película Los Viejos de Martin Boulocq me lleva a la vieja a idea de que hacer poesía es congelar un instante y preservarlo en palabras. Un poema no viene con manual ni sinopsis, previa que ayude al lector a entender: lo que sintió, odió o gritó el autor, durante el proceso creativo del poema. Algo similar pasa con esta película, la que invita a vivirla dejando de lado manuales cinematográficos o sinopsis previas.

Los Viejos muestra que es posible hacer poesía libre con la imagen, al combinar el “lírico” manejo visual (el silencio de la brisa del altiplano o el amanecer del valle tarijeño) con diálogos cortos, precisos, minimalistas. Los Viejos traduce en el recurso de tomas largas, lo que no es necesario que la palabra diga, lo que subyace a la puesta en escena fílmica y desafía al espectador a significar (desde su vivencia) esta historia de retornos.

Boulouq utiliza la imagen como principal recurso antes que el guión; los juegos con los planos, el cambio de foco, la fotografía impecable de Daniela Cajías permiten (si te dejas), ser un personaje más de esta puesta en escena que nos confronta con el sabor añejo de un patriarca seco en invierno o los viejos dinosaurios (como diría Charly García) y con la necesidad de liberarse de un pasado cargado de dictadores, del que ya está harta la generación de Boulocq.
En esa medida los 72 minutos de la película invitan a generar un vínculo intimista de suspenso entre el espectador y la cinta, el cual cumple mejor su propósito (como fue en mi caso) en la Cinemateca a las cinco de la tarde de un sábado y en una sala con solo cinco espectadores.

Uno debe saber que para este tipo de vínculo hay que estar preparado, ya que las tomas largas y los silencios pueden producir en el espectador dado a manuales: angustia, aburrimiento, episodios de tos, crujir de papas fritas y sorbos disonantes de Coca Cola. Sin embargo para quien acepte dejarse llevar por la invitación de este vínculo mediado por la oscuridad y el silencio, la película provocará y hará uno al que mira con lo mirado.

En sus diferentes escenas la película desafía la concentración e introspección del espectador y plantea la posibilidad de recoger las imágenes, hacerlas propias, asociarlas con un sentir personal, para luego devolverlas a la pantalla. Permite construir y narrar, a partir de las emociones que evoca, el devenir de la historia. Boulocq, al menos en el que escribe, fue capaz de desafiar la paciencia, la angustia y provocar esa “nausea sartriana” que desde Greenaway o Win Wenders no sentía.
Si, la película tiene un efecto existencial, porque pregunta y mueve desde la imagen lo íntimo de cada uno, deviene del vacío a la melancolía, de la metáfora de imágenes al grito de angustia ante la nada de la muerte. Mueve por último a construir un reencuentro cargado de rencores no dichos, de besos robados, de frustraciones, hastíos compartidos y porque no de esperanza.
Para ilustrar lo anterior recojo algunas escenas de la cinta: La niebla descendiendo por la montaña (¿cuesta de Sama?) Ana (Andrea Camponovo) llorando en el bosque y los perros jugando a consolarla con la lengua; el invierno y la escarcha al amanecer del Valle de Tarija; Toño (Roberto Guilhon) caminando por el bosque y sin testamento bajo el brazo dando la espalda a la voz en off de Arce Gómez; nuevamente Ana acurrucada a los pies de un padre rígido y orgulloso en la víspera de su muerte.

Guardo para el final la escena de la que ya dijeron mucho y sin duda seguirán hablando: El encuentro de Toño y Ana en la cocina y la catarsis (motivaciones edípicas aparte) de liberación y alivio al saber que los viejos ya fueron. Cruda forma de mostrar el festejo de que el patriarca (metáfora de una etapa de nuestra historia) se fue con un pasado lleno de dictadores.
El presente irreverente es de los jóvenes y punto, aunque no le guste a la madre de Ana estrenándose como viuda, y se desborde en una magistral y burlesca guerra de fideos y harina en la cocina, en la que Ana y Toño con la banda sonora (recurso retro de cassette de por medio) de un cover desafinado de Hombre Lobo de los Loukass, juegan a “amasar” el fideo en sus cuerpos.
Fideos y harina que luego de una corta y hueca reflexión sobre la madurez, limpiará la viuda, como si de esa forma pudiera esconder las secuelas que deja la risa imperdonable luego de la muerte del padre. Al final el duelo después de ser “bien llorado”, merece también ser “bien reído”, ya que uno tiene el derecho de creer que todavía hay vida y esperanza (para los que se quedan), después del invierno del patriarca muerto. Muerte que en última instancia habla también del entierro de un pasado derrotado.

Lo anterior tendrá su “coda” en aquel final abierto sobre la ruta en la que tres vidas (Toño, Ana y su hijo) viajan a la esperanza, en una pequeña Vespa y con telón cumbiero de Los Ronisch de fondo.
Si, habrá que decirlo esta película merece ser vista y me mostró que hacer cine es también hablar desde el silencio, desde la contundencia de lo no dicho. Los Viejos es una invitación a un duelo cómplice entre el que mira y lo que fue mirado por el lente de Boulocq, pulseta en la cual el único vencedor sin duda será el cine boliviano.

jueves, junio 02, 2011

Seca

Entonces volviste a hablar,
para dar certeza a mi poema muerto,
Cuerpo sin palabra,
acto sin memoria,
verbo cansado,
sábana tiesa.

Tu palabra habló,
muerta en la memoria de despojos.
Sin asombro falso en el olvido,
tu boca en mi pluma,
mi lengua en tu duda.

Tú voz hundida en mi silencio
Yo memoria evocada sin tu verbo.

lunes, marzo 21, 2011

Nuevo

Es hora de creer que algo nuevo puede nacer de este encierro. Yo nostalgio tu nostalgias y como me revienta que el nostalgie, Benedetti me acompañaba cuando apenas sabía la tabla del 2 en versos. Hoy de nostalgia no queda nada..

Hoy tampoco se multiplicar las prosas y menos dividir versos de ausencias, hoy tengo paz y esperanza, el resto no importa.....

Le deseo a Libia algo mejor que Gadafi y a la bota que la humilla un Vietnam (S.R.)

jueves, febrero 17, 2011

Postal del Cerro I

Cortina de persiana china en mi ventana, detrás del vidrio, en el cerro, inmovil un pino enano y tres eucaliptos mal podados. Un Edificio con ventanas chuecas y acabado de cemento visto cubre la vista a Seguencoma. Es la modernidad del barrio dicen, pueblerina noción de progreso en la que la inequidad se refleja en vidrios azules.

Afinando el ojo izquierdo y en el cuadrante superior derecho del ventanal se ven los ladrillos rodantes de Llojeta; más allá aparece Cotahuma y el camino a las mil gradas.

Cerca al marco de la ventana y en linea recta hacia la lampara de la sala se ve la Ceja de El Alto cubierta de nubes.

Todo permanece y muta en cada mirada, la geografía de la ciudad "se está" y a la vez deja de ser en cada instante. Más tarde un colibri aleteará en mi ventana y todo tendrá nuevamente sentido.