Ejercicios literarios, crónicas, miradas a la ciudad, relatos, poesía (de vez en cuando) y todo lo que este aprendiz de escritor produce en el camino a encontrar su propia voz (Al final Borges la encontró a los 70 años)
jueves, junio 23, 2011
Sobre los viejos
Escribir sobre la película Los Viejos de Martin Boulocq me lleva a la vieja a idea de que hacer poesía es congelar un instante y preservarlo en palabras. Un poema no viene con manual ni sinopsis, previa que ayude al lector a entender: lo que sintió, odió o gritó el autor, durante el proceso creativo del poema. Algo similar pasa con esta película, la que invita a vivirla dejando de lado manuales cinematográficos o sinopsis previas.
Los Viejos muestra que es posible hacer poesía libre con la imagen, al combinar el “lírico” manejo visual (el silencio de la brisa del altiplano o el amanecer del valle tarijeño) con diálogos cortos, precisos, minimalistas. Los Viejos traduce en el recurso de tomas largas, lo que no es necesario que la palabra diga, lo que subyace a la puesta en escena fílmica y desafía al espectador a significar (desde su vivencia) esta historia de retornos.
Boulouq utiliza la imagen como principal recurso antes que el guión; los juegos con los planos, el cambio de foco, la fotografía impecable de Daniela Cajías permiten (si te dejas), ser un personaje más de esta puesta en escena que nos confronta con el sabor añejo de un patriarca seco en invierno o los viejos dinosaurios (como diría Charly García) y con la necesidad de liberarse de un pasado cargado de dictadores, del que ya está harta la generación de Boulocq.
En esa medida los 72 minutos de la película invitan a generar un vínculo intimista de suspenso entre el espectador y la cinta, el cual cumple mejor su propósito (como fue en mi caso) en la Cinemateca a las cinco de la tarde de un sábado y en una sala con solo cinco espectadores.
Uno debe saber que para este tipo de vínculo hay que estar preparado, ya que las tomas largas y los silencios pueden producir en el espectador dado a manuales: angustia, aburrimiento, episodios de tos, crujir de papas fritas y sorbos disonantes de Coca Cola. Sin embargo para quien acepte dejarse llevar por la invitación de este vínculo mediado por la oscuridad y el silencio, la película provocará y hará uno al que mira con lo mirado.
En sus diferentes escenas la película desafía la concentración e introspección del espectador y plantea la posibilidad de recoger las imágenes, hacerlas propias, asociarlas con un sentir personal, para luego devolverlas a la pantalla. Permite construir y narrar, a partir de las emociones que evoca, el devenir de la historia. Boulocq, al menos en el que escribe, fue capaz de desafiar la paciencia, la angustia y provocar esa “nausea sartriana” que desde Greenaway o Win Wenders no sentía.
Si, la película tiene un efecto existencial, porque pregunta y mueve desde la imagen lo íntimo de cada uno, deviene del vacío a la melancolía, de la metáfora de imágenes al grito de angustia ante la nada de la muerte. Mueve por último a construir un reencuentro cargado de rencores no dichos, de besos robados, de frustraciones, hastíos compartidos y porque no de esperanza.
Para ilustrar lo anterior recojo algunas escenas de la cinta: La niebla descendiendo por la montaña (¿cuesta de Sama?) Ana (Andrea Camponovo) llorando en el bosque y los perros jugando a consolarla con la lengua; el invierno y la escarcha al amanecer del Valle de Tarija; Toño (Roberto Guilhon) caminando por el bosque y sin testamento bajo el brazo dando la espalda a la voz en off de Arce Gómez; nuevamente Ana acurrucada a los pies de un padre rígido y orgulloso en la víspera de su muerte.
Guardo para el final la escena de la que ya dijeron mucho y sin duda seguirán hablando: El encuentro de Toño y Ana en la cocina y la catarsis (motivaciones edípicas aparte) de liberación y alivio al saber que los viejos ya fueron. Cruda forma de mostrar el festejo de que el patriarca (metáfora de una etapa de nuestra historia) se fue con un pasado lleno de dictadores.
El presente irreverente es de los jóvenes y punto, aunque no le guste a la madre de Ana estrenándose como viuda, y se desborde en una magistral y burlesca guerra de fideos y harina en la cocina, en la que Ana y Toño con la banda sonora (recurso retro de cassette de por medio) de un cover desafinado de Hombre Lobo de los Loukass, juegan a “amasar” el fideo en sus cuerpos.
Fideos y harina que luego de una corta y hueca reflexión sobre la madurez, limpiará la viuda, como si de esa forma pudiera esconder las secuelas que deja la risa imperdonable luego de la muerte del padre. Al final el duelo después de ser “bien llorado”, merece también ser “bien reído”, ya que uno tiene el derecho de creer que todavía hay vida y esperanza (para los que se quedan), después del invierno del patriarca muerto. Muerte que en última instancia habla también del entierro de un pasado derrotado.
Lo anterior tendrá su “coda” en aquel final abierto sobre la ruta en la que tres vidas (Toño, Ana y su hijo) viajan a la esperanza, en una pequeña Vespa y con telón cumbiero de Los Ronisch de fondo.
Si, habrá que decirlo esta película merece ser vista y me mostró que hacer cine es también hablar desde el silencio, desde la contundencia de lo no dicho. Los Viejos es una invitación a un duelo cómplice entre el que mira y lo que fue mirado por el lente de Boulocq, pulseta en la cual el único vencedor sin duda será el cine boliviano.
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