Me siento en el balcón inclinado, ese que aparece al final del trayecto, en aquel lugar con el nombre del andaluz, del poeta romancero que alguna vez hundió su pluma en un bosque de Nueva York. Lorca, dice el letrero. Por dentro, la silueta en cubito dorsal, a los pies de las gradas, duerme oscuras borracheras en el adoquín rojo y me saluda en etílica reverencia. Viacruzis, veinte veces escrito, en rojo sobre fondo blanco, escalera a la segunda planta, donde el Jazz no combina con su cintura de toborochi. Este lugar con humedad en la piel, de poros salados, de canela en el ombligo, me regala su ausencia, mientras al otro lado, al este, en línea recta la pureza de su risa duerme.
Tres hombres de piel de yuca con surcos de zafra hacen música, rebotan con eco mudo y disuelven la sed de sus años en el agua. Tocan el redoble, el tambor y la trompeta y un taquirari, sopla desde su banca las canillas tibias de la cunumisita de nalgas torcidas.
Este lugar me da hambre y mis pies hinchados, como empanada de arroz, se cansan de caminar en círculos. Dos monjas de habito crema tratan de esconder la geografía pronunciada, la piel sudando debajo la sotana y se miran, con presente embriagado de ausencias, en el tatuaje de aquel gringo bebe cerveza se averguenzan. Cruzo la calle, ocho de la noche y el soplido tibio de las nubes me aprisiona; río entonces, entre banca y banca de madera y los guardias con cruz verde y camisa beige me dicen que no joda, que camine.
Este lugar se llama Manzana uno y mis letras se derriten. A mi lado una italiana viste aguayo potosino, hirviente y acebollado. El de chuspa crema le mira las tetas, mientras ella busca en la pantalla un tour barato a Samaipata. Este lugar me da sed y la cerveza en tres sorbos se vuelve pis.
Ella, al otro lado del río, me cuenta que mira la misma luna que me pincha, esa mordida y mostaza que se hamaca en las galerías de casona vieja. Vieja como la abuela que grita del patio interior a la nieta de catorce que no escucha. Nieta que mece sus caderas, entre el pilar y los autos y sonríe, vendiendo somó al pelado de verde y se ríe y me suda.
Mi piel respira otros aires, escupe olores húmedos, sin vinagre, sin la lija acostumbrada de mis montañas. Este lugar me da hambre y la piel tiembla en cada pie maquillado y con guiños. No me conmuevo grito y el fantasma de mi abuela chiquitana me lanza un guiño y me habla de la laguna donde el Capitán brioso la robó en caballo y hoy no la encuentro en estos rostros.
Entonces ella despierta y llama, me dice que su ropa se pudrió por la humedad, que el encargo llegó intacto, que sus lagrimas de bruma fueron nieve en mi foto del Illimani. Vuelve de la selva, sucia, se duerme y calla. No lo intuye, le mando humedades, le escribo en el balcón torcido de la casa con nombre de poeta. Entonces acepta, llama, bebe cada fetiche de la caja etno; y yo acá, con los lentes resbalosos, no encuentro el puto on del ventilador.