miércoles, septiembre 02, 2015

Tragicomedia de Redención Forzada


                                                            Foto Ariel Duranboger

Tuve la suerte de ver Gula en el estreno y en la función final, y aunque ambas me produjeron juegos de emociones y momentos internos distintos, el efecto como espectador fue el mismo: preguntas para masticar, dudas morales para responder”.

"Dale a una mujer una buena razón y suficiente dinero y verás cómo la moral tiembla ante su violencia natural”. Tal vez eso hubiera dicho Friedrich Dürrenmatt si hubiera dado las palabras de inauguración de Gula en Bolivia.

Es que tenía algo de la náusea existencialista de la generación europea nacida en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, por eso escribió sus obras probablemente desde la desesperanza de su época.

Dicen que sentir el horror marca, al nivel de creer que el género humano es maldad pura por naturaleza y que uno sólo necesita despertarla. Dürrenmatt creía en lo anterior, por eso el negro humor y desprecio de sus personajes a la pobreza de europeos lastimeros. El regreso de la vieja dama (1955) nació en ese tiempo y Dürrenmatt utilizó una pluma llena de cinismo y descarnada ironía para dibujar cada uno de sus personajes, afirmando que la obra era en esencia perversa, pero ¿acaso no hay algo de perversos en cada uno de nosotros, sobre todo, al momento de pedirle cuentas a la vida?

El regreso de la vieja dama se presentó en Bolivia, bajo el nombre de Gula, como una adaptación de Eduardo Calla, quien tomó sus libertades de montaje, respetando la esencia de la obra original, la hizo suya en un contexto atemporal e internacional y en las tablas se mostró como un producto sólido, una obra en la que los actores dejaron la piel y el alma, logrando transformarse en creíbles gulenses que vivieron sus personajes en una creativa puesta en escena, "solución minimalista”, dirían algunos, realizada por Gonzalo Callejas; una conceptualización que, con poco, logró transmitir la esencia de la gula imaginada por Calla. Hostil, abandonada, fría y en miseria en la primera parte. Lúdica, llena de color, kitsch en la segunda.

Tuve la suerte de ver Gula en el estreno y en la función final, y aunque ambas me produjeron juegos de emociones y momentos internos distintos, el efecto como espectador fue el mismo: preguntas para masticar, dudas morales para responder.

A cada función asistí con "gula” de aquello que sólo el teatro trae, cada noche degusté algo distinto, en la medida en que nunca dos puestas en escena son iguales. Días después de que la obra concluyó, escribo desde el estómago y extraño a la vieja dama, encarnada por una mujer valiente, quien hoy por hoy ya se quitó el maquillaje para convertirse en otra dama, más extraña, más dolida.

Gula me golpeó dos veces en los mismos lugares, destempló las mismas fibras y dejó las mismas preguntas: ¿qué hacer con el rencor que convive con el amor? ¿Cómo lidiar con el pasado que irrumpe poderoso y con sed de hacer justicia? Respuestas, sin duda, hay varias, sin embargo, en esta nota hablaré del amor no curado de una pareja, para la que tuvo poca importancia el "hacerse cargo” y el "saber hacer” con las facturas que trae el ayer y el reencuentro con lo que fue y pese a no quererlo sigue siendo.

Clara, producto del rechazo y el escarnio en la juventud, decidió hacer justicia a la vejez y adueñarse, a su manera, de su amante, el tendero mezquino que permaneció 40 años como recuerdo tortuoso en cada rincón de sus arrugas. Patricia García representó de forma intensa el dolor y el deseo de aquella dama que optó por ser la víctima pero desde otro lugar; la que en su "saber hacer” con el dolor se convirtió en villana, como un acto de cura, y pidió la muerte del villano como una forma de reparación, imposible por cierto, de la cobardía de la juventud.

Al otro lado, Elías, el otrora villano que años después, sólo al verse descubierto, se victimizó ante la inminente presencia de la muerte. Sufrió lo que Clara esperó que sufriera, clamó por clemencia, cuando en su momento no la tuvo en lo más mínimo. Torturado por los demonios del pasado, encarnados en la mujer que nunca dejó de amar, oró, enloqueció, esperó, pidió a su modo también justicia.

Es este el juego que Gula nos trajo, la dicotomía absurda del bien y el mal que se hace evidente en dos amantes. Ambos víctimas, con la diferencia de que en Clara el daño fue un acto de humillación, un rechazo como mujer y madre, mientras que Elías sólo fue víctima de sus verdaderos actos.

Ellos, sin embargo, tuvieron presente en el reencuentro el amor y el odio. Hacerse cargo, rearmarse olvidando, hubiera sido imprescindible para no pasar 40 años planeando una venganza como Clara, pero no, eso no hubiera estado a tono con Dürrenmatt y la realidad de una mujer torturada por las ofensas reales del pasado. El autor quizás buscó enfrentarnos a nuestros peores lados y mostrarnos el acto perverso de quien, en cuanto víctima del pasado, es capaz de volver a seducir al amado villano de su historia para luego golpearle el ego con un bastón endulzado por la miel de millones de billetes.

Podríamos afirmar que todos, en alguna medida, tenemos mucho de Clara y Elías, cuando decidimos no salir de la trampa del odio que no es más que la otra cara del amor, "ódiame por piedad, yo te lo pido, porque el odio hiere menos que el olvido” se podría acotar.

Gula, desde la historia de Clara y Elías, nos permitió asistir a una tragicomedia, a la representación de nuestras miserias, nuestra hipocresía, nuestros rencores y doble moral. Fue un encuentro con el teatro de la desesperanza y la venganza. Desde el humor y la ironía, buscó que recordemos las veces que el llanto silenció nuestra risa e hicimos llorar sin clemencia. Desde el dolor perverso hizo que nos preguntemos por qué, pese a desearlo tanto, al otro que nos jodió la vida nunca le partió un rayo y no hubo dama alguna para pisotearlo con una fina prótesis.

"El mundo me convirtió en una puta y ahora yo convertiré el mundo en un burdel”. Clara disfrutó la venganza y nos transmitió el dolor, nos hizo bailar a su ritmo, nos llevó a odiarla y desearla. Contradictoria incitadora a la muerte, de quien, luego de ser amante, la condenó a ser despojo e irónicamente permitió que fuera amargura encarnada, venganza que se disfrutó mejor fría. Nos hizo temer a la revancha de una mujer herida, de joven sometida, juzgada, abandonada, despojada de su hija, negada y puesta en duda por un hombre, un miserable gulense, tan parecido a varios que conozco y que habitan burlándose de la justicia en la ciudad que habito.

Patricia, la mujer detrás de Clara, no tuvo clemencia del personaje que le tocó interpretar, lo exprimió, sometió, hizo piel y denuncia. Sin embargo, siento que no fue del todo escuchada, fue eclipsada al final de la obra por un epílogo innecesario que ridiculizó la revancha y el dolor de dos amantes. Un final más chejoviano, abierto, menos burlesco, hubiera hablado mejor de la obra, la hubiera dejado en el lugar que merecía acabar: Elías y Clara iluminados por la luna llena, hablando de lo que pudo haber sido.

Sólo una cosa puedo afirmar luego de Gula, la justicia no se funda en la moral, sino más bien es el lugar que nos toca ocupar, el que define lo que entendemos por correcto. Al final, tarde o temprano todos tendremos una cita con la vieja dama, que llegará de sorpresa trayéndonos la factura de nuestros actos. Será mejor esperarla como Elías y Clara, con las mejores galas, en silencio, en una noche de luna, y hacerse cargo de lo cometido, sin quejas ni llantos. Sabiendo que se ha dañado, se ha amado, se ha vivido y esto, tal vez, en el último suspiro, valga más que lo que pueden comprar mil millones.

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