Al final del empedrado, detrás del letrero de Prohivido horinar y hechar basura, las antenas, alineadas como espinas que coronan La Ceja, velan su suero. A la izquierda, una cuadra de cemento rojo lleno de cicatrices sirve de alfombra al numero 1000, vecino del portón negro numero 7 y la puerta de dragón blanco de la casa 100. De ladrillo, cuatro pisos y terraza con puerta de venesta mirando al vacío. En la planta baja, a la izquierda, una pequeña ventana cubierta con un visillo de flores: es el cuarto de Lidia.
En una esquina, un catre oxidado pintado de blanco descansa su espalda temblorosa. Una virgen de yeso hace guardia junto a una imagen del Santo Negro. Ella, quinta hija de la familia Sánchez, dientes filudos de roedor, muerde y araña las paredes de la esquina húmeda de su encierro. Sus hermanos, dos notarios, un prestamista y un abogado, tienen ojos de vidrio y panza cervecera. Le alquilan el cuarto del sótano y juegan al cacho su muerte. Le apagan la luz a las ocho para que la oscuridad la adormezca. No les gusta que haga ruido, que muerda con sus dientes sus vasos de cerveza, se han cansado de repetirle que no huela el lechón que cocinan el domingo. Ella sólo ríe, desde que su padre ha muerto la tienen de escombro, le han puesto tres demandas en los juzgados porque quieren quitarle su parte de la casa. Con chicanerias han horinado sus recuerdos y le han dicho que la van a meter presa.
De noche, cuenta días en el calendario Good Year que le ha regalado el vecino. Con telitas de lino le ha hecho un traje “tapa siliconas” a la chica de la foto y le ha pintado rozones en su cabello de propaganda de Wella. Cuenta minutos hacia atrás y luego dormida camina en risas de la mano del Pepe. Ese hábil panadero que sólo quiso amasarla y la dejé por la vecina que le dio tres hijos, ésa que ahora duerme en la cancha de Cotahuma, en la misma esquina que el artillero de su primo y que entre misil y misil insulta a la Lidia cuando baja a comprar pan.
Despierta temprano, con jarrito verde se moja el cabello, cepilla el diente filudo y con hilo rojo limpia sus encías. Pétalos de rosa flotan en el agua de vainilla. Tímida moja su piel detrás del clavo de olor en sus orejas. El traje sastre café, ése que usa de lunes a lunes, la mira alegre en las mañanas. Sus zapatos negros con seis huecos, como puertitas, dejan ver la media nylon “aprieta várices”, no tienen huatos, los usa para colgar la cortina y el espejo.
Escapa en silencio a las siete cada día, cuando los candados chinos de la reja caen y su hermano mayor le grita: ¡Andate! Ahí donde termina el empedrado con la sombra de las antenas escoltando su espalda. Baja. De día es contadora en librería importante, no entiende cómo llegó ahí, cuenta libros y pone precios caros. Lee de reojo, con mancha de la gotita en el vidrio izquierdo, la novela del Lechin. Oculta sus cachetes que se ponen rojos, sus manos goteando sudor ansioso en sus piernas. Cuando escucha a alguien, esconde el libro y bucea en sus facturas, pensando en el panadero que quería hacer tortas con sus pechos.
Sus hermanos le han dicho que tiene que irse, que necesitan el cuarto, no tienen dónde guardar sus papeles, dicen. Les molesta que sus dientes muerdan las paredes, que llora como sonsa y ha fregado el piso. Tiene treinta días para salir y debe tres meses.
Anoche se pintó las uñas y bajó en “mini” rojo, asiento de adelante, arropando su metro y medio con falda bien planchada y manos olor vainilla. La han invitado a una fiesta de la oficina, porque de rebote escuchó y no les quedó otra. Su mano temblorosa agarra el vaso, toma cóctel de piña, come lechón y sentada en una esquina deja que sus pies bailen saya mirando a los jóvenes alegres emborracharse.
El traje sastre se ha manchado con vino y su llanto tiene sabor a ron. Esa noche se ha olvidado de mirar el almanaque y contar para atrás, ha reído y el Pepe la ha extrañado. Esa noche no le han gritado.
De día es contadora, baja la calle, ahí donde termina el empedrado, lee su libro del Lechin, se seca las manos en la falda y, de rato en rato, toma agua, ordena facturas, pone precios y mira al suelo. En treinta días tiene que irse de la casa.
La Prensa, 10 de septiembre, 2006
3 comentarios:
"Así nomás es la vida", diría un empresario; "Resignación,los útlimo serán los primeros", diría un cura; "Una prueba feaciente de la desigualdad social", diría un sociólogo; "Es que no conoce el secreto del estido", diría un felixista; "Si aceitamos el asunto con unos billetitos, podríamos arreglar tu caso", diría la autoridad, etc., etc., etc.
Todos dicen todo de todo, pero nadie hace nada de nada. Me incluyo, por cierto.
así es pues viejo....nadie hace nada, todos observamos, no se si la posición de escribir su historia sirva de algo, de alguna denuncia, pero es lo que tengo en las manos, a mi alcanze
Claro que sirve. Mientras el problema no sea develado, jamás nadie se preocupará por buscarle solución.
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