A nuestras herencias futboleras...
Alejandra no sabe como pasó todo tan rápido, sólo se acuerda que se quedó inmóvil mirando al tipo de polera que cinco minutos antes estaba amarrado y ahora le despierta deseo. Grito mucho, trató de defenderse pero ellos no la dejaron inventar alguna historia convincente. El ruido seco calló los gritos de gol en sus bocas.
Pablo nació en Miraflores, en mitad de la dictadura, un domingo de clásico en 1980. El mismo día su viejo con el pretexto de que lo había agarrado el toque de queda se encerró a beber en la casa de un amigo. En el momento que Pablo llegaba al mundo, su madre maldecía al padre por no estar presente y él defendía encarnizadamente y con contundencia la supremacía celestre frente al Tigre. Afirmaba con certeza que su hijo sería profesional, académico e hincha del Bolívar.
Una semana, en mitad del clásico de revancha, nacía Beto. Hijo de padre ex futbolista de Stronguest. El día que la madre pujaba para que Beto viera la luz, su padre gritaba “¡foul carajo!” y secaba con bronca el trago que tenía en su sobaquera. El padre prometió ese día que su hijo sería macho y stronguista como él.
Tarde de clásico, un domingo veinte años después, Beto tiene en la mano izquierda dos entradas para la curva, mira su polera celeste y una vez más le da bronca sentirse traicionado. Su memoria, en uno de esos caprichosos giros, lo lleva a ese domingo de sol en el patio trasero de la vieja casa de Miraflores y recuerda la traición de Pablo.
Como cada fin de semana, Beto después de almorzar donde sus abuelos, buscaba a Pablo en la casa vecina para jugar con la pelota a los penales en el jardín. Beto sentía que eran uña y mugre, amigos desde los cuatro años, sangre futbolera, misma pasta ganadora. Futuras estrellas del Club Bolívar entrenando para ser grandes futbolistas. Esa tarde Pablo fue al arco y a Beto le tocó patear el primer tiro. Pablo agarró la pelota en seco, la tiró al piso y con la seriedad que da la madurez de los 10 años le dijo –ya no quiero jugar a que entrenamos quiero jugar a ganar, no seré más bolivarista, he decidido voy a ser del Stronguest como mi tío que juega de defensa en el Tigre. El es buen tipo, no me pega como mi viejo. No me gusta el celeste, los bolivaristas son borrachos y no quiero entrenar contigo, seré del Tigre y punto-.
Beto se quedó secó, ese día se le partió mitad del sueño, fue el primer abandono en serio de su vida. Se quedó solo en el patio, mirando la pelota en el piso y sus lágrimas llenas de bronca cayendo por su polera celeste. Pablo estaba orgulloso, por primera vez en su vida había dicho lo que quería, hacer. Beto se le lanzó encima y entre puñetazos le gritó – ¡maricón, traicionero, eso no se hace, era un pacto de amigos! – Pablo había traicionado el pacto de los seis años, el sueño de que juntos, al terminar el colegio, se irían a probar suerte a Tembladerani para ser parte del equipo. Desde esa vez, luego de la pelea no dejaron de hablarse.
Beto, líder de la barra del Bolivar, por primera vez en su vida se quedaba en la puerta del estadium. Se sentía nuevamente traicionado, solo y sin saber por que recordando al amigo que de niño le enseñó a patear la pelota- la elección de equipo es igual de seria que casarse se repetía, nunca entenderé a esa gente que anda cambiando así nomás por así de equipo. La persona que de chango incumple sus promesas no tiene palabra y de viejo no será nadie- decía.
Pablo con los años, pesé a la amenaza, había sido fiel a su elección, era stronguista en cuerpo y alma. Esa decisión de los diez años definió su filosofía de vida “uno tiene derecho a elegir lo que quiere ser y cuando lo quiere ser”. - La elección de equipo es como la religión algo individual que se debe hacer con conciencia no por simple herencia familiar- decía. Cada vez que algún amigo o familiar lo molestaba por su época de bolivarista decía - nací sin color, me volví celeste por imposición de mis padres. Siempre me gustó el amarillo y negro, que cuernos uno puede cambiar y corregir los errores de la vida-.
Por primera vez en su vida esa tarde de clásico, Pablo había decidido no ir al estadium, tenía ganas de hacer algo diferente, las entradas se habían agotado día antes y habían anunciado que el partido sería transmitido por la tele. Pablo pensó que era buena idea ver el fútbol en casa de su chica y darle la noticia de que había conseguido trabajo como nuevo asesor legal del Club Stronguest, por fin realizaría el sueño de su vida, juntar su profesión con el Club que hace 20 años era su pasión. –Cuando ella se entere, seguro que se animará a ser mi chica en serio, ya son tres meses que salimos, yo sé que sí no me aceptó antes fue por que no tenía nada que ofrecerle, ahora será diferente-.
Pablo creía firmemente que en el amor hay que ser como en el fútbol, - no hay que entrar con gol en contra, directo hay que madrugar al principio y de ahí a defender a muerte la decisión, el compromiso. –Un hombre tiene dos camisetas: en el pecho la de su club de fútbol y debajo, en la piel, la mujer que elige como compañera de por vida- afirmaba convencido en que tanto en el fútbol como en amores, las elecciones son voluntarias y para siempre.
A Pablo, le gustaba dar sorpresas, agarrar en curva a la gente en el momento menos pensado. Esta vez, a diferencia de otras, la sorpresa tenía que ser perfecta, por primera vez había renunciado a un clásico por esto y por nada sería él el sorprendido.
Pablo planeó todo con anticipación, ni bien recibió el sueldo compró el anillo y le dijo a su chica que le llegaría un paquete muy importante de su familia de Cochabamba. Por seguridad, su barrio últimamente estaba lleno de ladrones, había dado la dirección de la casa de ella para la entrega, la cual sería el domingo por la tarde. Se deleitaba al imaginar la escena: él sacando el anillo de compromiso justo el rato del pitazo final, ella sonrojándose de emoción y aceptando ser su mujer en un día de triunfo con el Stronguest Campeón.
-¿Cómo que dices que no puedes venir? si ya habíamos quedado, tengo las entradas pues, puta siempre me haces lo mismo y ahora ¿no voy a ir al clásico solo? Beto sentía que estaba atrapado. Una vez más, la mujer dueña de “sus pelotas” lo había dejado en off side, justo cuando había quedado en decirle que quería vivir con ella. Las decisiones importantes hay que gritarlas después del gol en mitad de la barra, con la euforia de los cuates de la curva. -El Gordo Muñoz le pidió matrimonio en el entretiempo a su mujer y están felices 20 años, casados con la bendición de la barra brava. Hasta velo celeste le pusieron a la mina ese día. Esta sonsa no entiende, como si nada me deja plantado, sabiendo lo que para mí significa un clásico en nuestra vida-. Así era, cada vez que Beto sentía que iba a meter un gol, que iba a anotar tres puntos más en la tabla de la vida o lo fauleaban o le sacaban la roja.
Alejandra llegó de Santa Cruz a estudiar a La Paz y hace dos años sale con Beto aunque cada vez se le hace más difícil ocultar el romance que mantiene con un stronguista. Ella no puede imaginarse vivir en función al fútbol el resto de su vida; además los gritos en la barra no le dan de comer. Se cansó de que todo gire en torno a la pelota – ese cojudo es capaz de faltar a nuestra boda si ese día hay clásico- decía. No esperá sentada toda la vida. Si Beto sigue sonseando, se irá con el atigrado.
-No insistas Beto, me estoy cansando de hacer lo que te da la gana ¡iodio el fútbol! Nunca me gustó tu equipo, ni tu saltando en la barra , te acompañaba al fútbol por que sólo después de un partido, ya sea por bronca o alegría, funcionabas-. Beto escucha pasmado, con una sensación de tripas aplastadas, como si lo amarrarán a un arco y tuviera que recibir hasta la muerte pelotazos en la cara. – Es que así no funciona crees que la vida es una pelota y que hay que patearla como sonso y nada más. Andate sólo y no jodas- Dijo Ale y tiró el teléfono.
Esa tarde de clásico Carlos necesitaba plata, le debía 700 lucas al “Piñas” conocido “pusher” paceño –Chango te he dicho, pa que has aceptado comprarle al debe, le dijo su amigo- no perdona viejo si no le pagas en dos días te va a limpiar- le dijo su amigo. Había que actuar no quedaba otra y no tenía un peso. Carlos sólo necesitaba conseguir algo y venderlo ese día, era fácil –queste ¿acaso es tan difícil?, entro a una casa sin gente, seguro que encuentro una hoy cerca del estadium. Me saco lo que pueda y al tiro lo vendo, además soy Cochala, iré con mi polera de Wilsterman y me traerá suerte- dijo.
Alejandra dormita en su cuarto, mira la foto de su familia, recuerda a su abuela en Montero invitándole un chive frío para el calor. Se acuerda de sus caminatas por el río con el milico que murió en una pelea entre barras y que le había ofrecido sacarla de pobre y llevarla a la ciudad. –Hecho al estrella el opa, “dijque satinador” se hizo el capo y los de la barra de Blooming le metieron bien adentro el cuchillo. Todo por defender al pelao del calvas-. Alejandra llora y suda, hace tiempo que en La Paz no sentía calor –si tuviera terraza, si el fútbol no hubiera jodido mi vida seguiría en Santa Cruz- pensó.
Carlos se acerca a la casa en silencio, sus piernas le tiemblan, sus manos sudan. Ve la ventana, tira una piedra, no hay nadie, no hay perro, salta el jardín y da la vuelta el patio. –Estas casas antiguas son, frías pero ricas aunque quisiera estar con la Nancy en Tiquipaya, fumando alguito y luego tomando agua de su ombligo- dice. Ve a una mujer por la ventana, espalda canela, tiene un lunar que parece frutilla en el riñón izquierdo y short rojo –A la mierda hasta con premio por hay salgo-, piensa. Entra a la casa mira la tele calcula 500 pesos por ella. En un ataque de confianza prende el televisor y va a la cocina a buscar algo de tomar.
Pablo está feliz con la sorpresa planeada, llega a la casa y encuentra la puerta abierta y entra. Carlos escucha pasos en la sala, se asusta y se esconde. Alejandra despierta, se sorprende. No sabe que hacer si salir, o hacerse la dormida, hoy no quiere ver a nadie, tiene una rabia de esas que matan.
Beto tiene bronca, le jode este su defecto de guardarse las cosas, de vivir acumulando lo que le molesta y sacarlo de golpe, en el peor lugar en el peor momento. –Llega a la casa dispuesto a resolver el asunto. Encuentra la puerta abierta, entra sin avisar –es hora de mostrarle que tengo bolas- piensa.
En cuestión de cinco minutos se encuentran en la sala: Carlos adicto y mal ladrón tratando de esconderse en la cocina; Ale adormilada en shorts y con saudades cruceñas; Pablo de amarillo y negro, con ramo de flores y anillo en el bolsillo; Beto con polera celeste, gorrita de arlequín oculta miradas de bronca y también con un anillo en el bolsillo. Los ojos de los cuatro se abrieron alertas y empezaron a recibir miradas como pelotazos. El silencio duró poco y fue roto por Alejandra. -¡Qué hacen aquí en mi casa ustedes dos! ¿y tu de rojo quién eres?.
Beto y Pablo pusieron la misma cara de la última vez que se vieron y empezaron a hablar, mientras Carlos se quedó congelado sin decir ni hacer nada.
- ¡¿Cojudo qué haces aquí?! ésta es la casa de mi chica- gritó Pablo.
- ¿La Ale tu chica? No puedo creer, años después y vuelves a querer joder mi vida justo hoy día.
- La Ale es mi pareja hace dos años huevón, salí de aquí antes que te parta a palos. Sigues jugando bajo, que se podía esperar de alguien como tu sin palabra.
Alejandra reacciona de golpe, no puede creer lo que pasa. No sabe que decir cómo zafar de este encuentro, de la posición de pelota que en cinco minutos le toca jugar en este clásico con un ladrón de público. El plan de desmarcarse le salió mal y ahora tiene a los dos en su casa gritando. Carlos necesita fumar algo –mucha dosis, yo sólo quiero la tele- piensa, mira a Alejandra quieta sin hacer nada y a ellos insultándose.
La tele empieza a transmitir el clásico. El partido empieza, Beto y Pablo se enfrentan, doble marcación hombre a hombre, patada en la canilla y codazo en la nariz. Carlos trata de apagar la tele en mitad de la pelea y de golpe académico y atigrado, se abalanzan sobre él. Ni el Toro Sandy o el traumatólogo Martínez hubieran reducido de esa forma a un rival. Carlos con canilla “lijada” acaba amarrado y dentro el cuarto de Alejandra.
Alejandra mira en una mezcla de placer, bronca y risa. Trata de hablar de decir algo, de llorar mostrar que la escena la tiene destrozada pero por una vez, contradictoriamente, prefiere ser pelota y ver como Bolivarista y Stronguista se disputan su cuerpo. Ellos nuevamente se miran, puede más la bronca de la traición que los años sin hablarse. Con extraña coordinación celeste y atigrado agarran a Alejandra, le gritan todo lo que se grita en estas situaciones a una mujer y de un puntazo la encierran en su cuarto.
Beto y Pablo. Bolivar y Stronguest, otra vez a solas, como hace 20 años, a punto de cobrarse nuevas faltas, nuevas revanchas. En el momento exacto que están a punto de resolver a golpes la situación, los detiene algo más importante -¡Goooooooooool, del Stronguest! grita la voz de un conocido relator de fútbol en la tele. En ese momento algo pasa, la traición de Alejandra, los odios de la infancia reavivados, quedan en un segundo plano y cobra absoluto control de sus vidas el hincha. - ¡Es el mejor clásico en años! grita el narrador- Mierda que golazo ¿has visto?- dice Pablo. Las diferencias de faldas se quedan congeladas mientras dura el partido.
Bolivar empata a los 15 minutos -Esta mujer nunca va a saber de fútbol viejo, así es hermano- No hay contrapunto, tensión de afectos. No existe mejor romance, mejor catarsis de broncas que un clásico. Lo dicen las miradas, el silencio que se produce en la casa durante el partido mientras se espera la resolución.
Las broncas van cayendo y poco a poco van mostrando la cara de verdad, la del hincha, la que recuerda la pasión. Los amigos renacen en la traición compartida y cuestionada por la euforia futbolera. Se miran, cada uno saca de su bolsillo un anillo –¡yaaaaa! era para la Ale- gritan –los cambiaremos por chela para el próximo clásico- repiten entre risas.
Hace calor-rara vez en Miraflores es así- dice la Ale. Congelada por dentro, con el pecho hecho hielo de rabia, mira la puerta del cuarto. Junto con los gritos de ambos hinchas en la sala va creciendo el color rojo en sus ojos, aquel teñido por la polera del tipo tirado en la alfombra, el de las venas inyectadas en la piel y decide actuar.
El partido está empatado 1 a 1 – y pensar que nos perderíamos este clásico- repiten ambos antes de caer en el debate filosófico sobre la complementariedad, la reciprocidad andina y el fútbol. Celeste y Gualdinegro, gritan y afirman, congelados en un instante futbolero: -El ying yang de la paceñidad es el clásico-.
El de polera roja, también futbolero yace en el piso, ella decide tener un encuentro. La mano canela levanta su polera roja, el cuerpo de Carlos despierta como en Tiquipaya al sentir la piel de Alejandra en su piel. Ella ha decidido dejar de ser pelota y esta vez ser arco. La mano canela sostiene a Carlos, que ahora es delantero quebrando la defensa del vientre de Alejandra.
El grito de gol muere en el gemido seco de Carlos, Alejandra deja su cuerpo de polera roja y recuerda la frase que le dijo el milico de Oriente: -Esto te va a servir si te falto alguna vez-. Camina al ropero, saca el regalo del milico. Carlos no entiende mira su cuerpo amarrado y flácido. Alejandra busca la copia de la llave y camina hacia la sala.
El ruido seco, repetido cuatro veces, se confunde con los petardos del festejo en el estadium, Beto y Pablo quedan con el rostro desinflado. El partido termina 2 a 2, los anillos ruedan por el piso. Celeste y atigrado se abrazan, se protegen con esa intimidad infantil y caen. Alejandra apaga la tele, un esperma de Wilster mete un golazo a uno de sus óvulos. -El fútbol nunca más joderá mi vida- repite y bota la pistola aún humeante al suelo.
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