He aquí el mar abierto el mar abierto de par en par de sus ojos a mis ojos hay la distancia de la muerte.
(Vicente Huidobro, Monumento al mar)
En el litoral central de Chile, en una colina olvidada de la pequeña ciudad de Cartagena, está enterrado Vicente Huidobro. Cuando preguntas por su tumba, algunos te responden ¿quién es ese señor? Otros te dicen ahí nomás está.
Altazor ha caído, el alerce ha prestado su espalda para escribir el letrero que te guía a la tumba del poeta. Encima de una montaña, rodeada de alambrados, arbustos y girasoles secos, descansa Huidobro. Mausoleo bicolor, mostaza y bordó, con un letrero de madera donde se puede leer un verso del poeta. La entrada a la tumba es gratuita, un letrero dice: “Prohibido usar el lugar como parque para enamorados”.
Poeta, antipoeta, culto, anticulto, Vicente Huidobro murió en Cartagena en una casa olvidada, postrado en cama, víctima de un ataque cerebral. Cuentan que decidió, en los últimos días de su vida, regalar a Chile la imagen de un paria, de un clochard atrevido y sucio, escondiendo su cabeza detrás de un sombrero. Huidobro murió peleado con los poetas, los jerarcas de la Iglesia, los fascistas, los comunistas y la aristocracia burguesa. Fue secando su poesía a voluntad, haciéndola indomable a cualquier lectura de pueblo, ajeno a aplausos, vaciando sus versos de chilenos.
En su último refugio no es posible encontrar una tienda donde comprar souvenirs con su nombre, tampoco un bar para tomarte un trago bautizado con el nombre de uno de sus poemas. Sólo un viejo cuidador y un flaco quiltro ladran cada noche a sus versos y los espectros de su fama olvidada.
Huidobro murió en la pobreza, maldito, olvidado y rechazado. En su autoexilio, vomitó para todos aquellos que besaron sus poemas con flores. Lo llamaban el más europeo de los chilenos, poeta ajeno al pueblo. Jugador surrealista con aires de Breton. Muy contundente, muy ácido y lejano a los obreros y los curas que no lo soportaban.
El poeta dejó su estela, su palabra a la montaña, olvidado e ignorado en el destino que labró con su irreverencia.
II
Estalla el agua en la piedra y se abren por primera vez sus infinitos ojos. Pero se cierran otra vez, no para morir, sino para seguir naciendo. (El Mar, Pablo Neruda)
Cerca del mar en su casa de Isla Negra, junto a Matilde, descansa Pablo Neruda. La entrada a la casa, hoy museo, cuesta el equivalente a 50 bolivianos. Existen cinco guías que organizan visitas en grupos pequeños de máximo cinco. Uno debe esperar a que por micrófono lo hagan entrar, mientras tanto es posible distraerse en la tienda y comprar algún libro, camisetas con versos del poeta, postales, adornos, réplicas de los fetiches de Neruda (mascarones de proa, barcos en botellas, caracolas, conchas de mar).
Cuando entras, respiras el aire salino que respiraba el poeta, saludas a ese mar que no puede estarse quieto, que se sale de sí mismo a cada rato. Queda en la casa el aroma a caldillo de congrio, dando sabor al homenaje de la palabra a las cosas, aquellas que el poeta amaba locamente.
El lugar, último refugio de Neruda, descanso de mar en su muerte, tumba rodeada de piedras y flores. Hueso con hueso, enredado con Matilde, su tercera esposa. No hay referencias en la casa a Malba Marina, su hija que murió a los ocho años de hidrocefalia. Su osamenta y la de la última compañera no tienen cruz que los resguarde, sus besos, ahora en textura de concha de mar, beben la caricia del Pacífico en la proa de este barco imaginado, privilegiada última morada, digna del histrionismo y el ego desbordados en vida por el poeta.
A Neruda le decían poeta del pueblo, burgués de mantel rojo. Escribía, entre copa y copa, regalo y regalo de los idólatras que bebían gratis en sus fiestas. Pintaba poemas al color de las cebollas, a la cola del caballo de madera de su infancia, a las copas que servían su vino.
El poeta, panza de calamar, pasaba de lado por las puertitas de sus cuartos. El catre de su cama crujía, torturado por su espalda y flatulencias festivas. Neruda bebía el mar en cada esquina y en el deleite de la amistad y la vida disfrutó su residencia en la tierra rodeado de besos y aplausos.
Al final del tour puedes conversar sobre tus impresiones del paseo con otros turistas en una cafetería, donde venden platos y tragos con el nombre de sus odas, un homenaje comercialmente bien logrado. Es imposible no saber dónde te encuentras, aunque no puedes sacar fotos por respeto a los derechos de autor.
III
Vicente Huidobro al sur y Pablo Neruda al norte unen con sus versos las costas del litoral central. La biografía de Huidobro, escrita por Volodia Teintenbaum, cuenta que el ojo grande de diseño picassiano que pusieron en el monolito de su tumba es hoy una mirada destellante vigilando que Huidobro y Neruda no sigan peleando.
Los que no cabían en este planeta diminuto y se enseñaron tantas veces los dientes ahora descansan con sus nombres enredados entre Cartagena e Isla Negra.
Ellos se dan la mano entre las olas, según aquellos que creen que la muerte hermana a las almas y olvida los desencuentros y “maleficios” mutuos vertidos en vida. Huidobro y Neruda, cada uno decidió cómo vivir la poesía, cómo hacer de su vida obra o de la obra vida; dicen que el primero fue maestro, luego amigo y al final detractor del segundo.
Neruda, hijo de padre ferroviario y maestra de escuela, aprendió viajando por el mundo a cantar a América, con esa voz de pavo constipado. Escribió a las cosas simples, a la gente simple. Fue adoptado por el comunismo como bandera, con su poesía digerible para mineros y obreros.
Huidobro empezó académico, aristocrático, muy europeo y terminó como escupitajo filudo para todo lo que lo formó. Acidez negra en sus últimos días, para aquellos que sentenciaron su imagen final, aquella que se fue desvaneciendo y secando en la montaña, no en su tumba, la que guarda el mar y que todavía lo escucha.
Neruda, con cada venta de souvenirs, infla la panza, ríe, en la bodega del Infierno del Dante, con buen trago, seduciendo eternamente a sus amadas con poemas. Eso sí, rebota frente al limbo donde flota Malba Marina, da la espalda a su imagen, que lo mira sin rencor y besos desde otro lugar más puro.
Ambos poetas decidieron en vida la huella de su palabra en muerte. Morir, bien muerto en tumba bebiendo del mar o morir decorado de fetiches, en la negativa a dejar la fiesta eterna y las reverencias. Al final, en un caldillo de congrio, las palabras de ambos en el litoral central todavía se juntan. El Canto General, los Cantos de Altazor, norte y sur de la misma costa. ¿Qué huella vale más dejar en muerte?, ¿qué trascendencia pesa más en la palabra?
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