Ejercicios literarios, crónicas, miradas a la ciudad, relatos, poesía (de vez en cuando) y todo lo que este aprendiz de escritor produce en el camino a encontrar su propia voz (Al final Borges la encontró a los 70 años)
lunes, abril 20, 2009
La Mirada Violenta
El 31 de marzo, la revista Otro Arte, rompiendo el maleficio de la muerte después del “numero uno”, presentó su segunda edición dedicada a la violencia en el arte; desde las miradas del cine, la fotografía, la literatura y particularmente la obra de los pintores Diego Morales, de Bolivia, y Dino Valls, de España.
Fue este último contrapunteo, estas dos formas de aproximación a la violencia, lo que removió las tripas de algunos y nos regaló dos perspectivas diferentes de la violencia en la pintura.
Morales con la denuncia a la violencia de aquel otro: dictador, obispo, Tío Sam que se regodeó en tiempos de dictadura en el poder absoluto, deleitándose en el dolor de los perseguidos. Valls, con un aparente realismo, en una relación espacio y tiempo ficcionada como forma de hacer evidente su propia oscuridad.
En particular en esta nota me detendré en la mirada perturbadora de la obra de Dino Valls, para luego hacer una lectura del arte y la violencia desde aquello que no se nombra, desde la noción de sublimación.
El primer encuentro con la pintura de Valls lleva a concluir que es de un realismo extremo, a enfrentarte con una forma de retratar —con una exactitud que a veces asusta— momentos únicos e instantáneos de un mundo exterior. Sin embargo, como dice Catherine Coleman, Valls no es un retratista, en su obra recoge el mundo exterior y lo contrasta con su propio mundo interior.
Es que, una vez más, la realidad sirve de pretexto para construir una obra que sublime —desde su técnica y propuesta conceptual— los lados más oscuros del artista, lo que desde la conciencia es lo más desconocido y a la vez vivo de su propia humanidad.
Valls juega con el tiempo, con aquel real histórico, como con el ficticio. Recoge elementos concretos al mostrar su atracción por miradas esotéricas, aires góticos, medievales y renacentistas. Al mismo tiempo, es capaz de ser perturbadoramente exacto en las miradas de un cuerpo, recurrentemente femenino, púber.
Somete en su pintura a aquella mujer que no posa en la realidad, que lo mira desde su memoria, desde aquel lugar que habla en sus trazos, pinta la imagen de aquella dueña de su deseo. Es aquel cuerpo que habla de algo más desde la sumisión de victima, al cargar los elementos de tortura y agresión física que gritan en su mirada llorosa.
El tiempo real, aquel que aporta la estética, sirve de escena para aquel otro tiempo, menos cronológico, ficcionado y que surge con un orden propio, acaso aquel del inconsciente que habla desde su propio lenguaje, desde sus propios arquetipos y elementos recurrentes. Ahí encontramos cuerpos arañados, con toda clase de instrumentos médicos, cuerpos que desde su postura de víctima sumisa reciben la perversión transformada en arte por el pincel.
Valls define su obra como imágenes proyectadas del inconsciente, “de un trasfondo psíquico común a todos”, como dice. Nos habla del sistema límbico, del cerebro reptil como aquella herencia más primaria que, desde su perspectiva, lo lleva a construir miradas recurrentes de adolescentes perturbadas, torturadas y víctimas.
Está claro, algo hay más allá en lo que se repite en su obra, en la recurrencia de aquellas miradas vidriosas de mujeres púberes, de adolescentes agredidas. Ese algo sin duda no es provocado, como Valls afirma, por “la mente de un mamífero que se antepone a una psiquis reflexiva”.
Me detengo en la imagen del cuadro Quinto dolor —que acompaña esta nota—, que muestra en los ojos vidriosos una resignada angustia que conmueve, aquella por la que habla la mirada de la victima, que recuerda la indefensión de quien ha sido sometida a un ultraje. Algo de esa mirada, sin duda, debió estar en los ojos de Justine en Sade, antes o después de los juegos y los embates del Marqués.
A la izquierda, colgadas, se ven agujas curvas de diferentes tamaños, de ésas que usan los costureros, o los cirujanos. Están numeradas del 1 al 7 y falta la número cinco, ¿la usada para arañar la pared?, ¿para hacer cinco finas heridas en el esternón de la mujer?
La cara sucia amoratada del retrato mira con unos ojos verdes y vidriosos que esperan, junto con la boca cerrada, a su agresor con una mezcla de resignación y dignidad. Es la víctima y a la vez parece esperar la próxima herida, con la aguja escondida en la mano para defenderse, para ser parte del juego inventado por su amo.
El perverso seduce, envuelve y desde esa postura es capaz de ser amo y lograr que el otro sea esclavo. El acto del perverso, ese real que sorprende diría el psicoanálisis, aparece en Valls en los retratos de niñas que muestran una sumisión que acongoja a quien la mira. Valls deja hablar algo más que instintos arcaicos en su pintura, habla en última instancia de eso que, desde imágenes antes y después de la tortura, se repite y se descarga psíquicamente en sus cuadros.
Valls no muestra explícitamente el acto perverso, pareciera que jugara con el espacio y el tiempo, el medieval y gótico, el de su inconsciente para dejar sobre el lienzo la mirada luego del corte, luego del arañazo, de la violencia. El pintor se guarda para él mismo el momento del acto como aquello que sabe que socialmente no es sublimable, que en su explicitud reduciría su arte a grotescas imágenes sin la poesía que produce la mirada llorosa de la víctima.
Valls tal vez quiere que la pintura dispare, en quien la mira, su propia historia con la violencia; que el acto voyeur complete la historia con su mirada silente, imaginada. Repulsión, morbo, placer, asco, lo que despierte Valls es producto de lo que el que mira quiere que haga en él.
Bendita y maldita la sublimación de lo perverso por parte del artista, habría que decir, en cuanto mecanismo que permite canalizar de forma socialmente aceptada y aplaudida aquello que en el plano de la realidad concreta resultaría despreciable, merecería la cárcel y sin embargo puede ser llamado arte.
El mismo pintor refiere con relación a su obra que la perversión surge del orden y no del caos. Los cuadros de Valls no son simples arañazos o mordiscos de un lobo en el lienzo, son el resultado de un otro que habla desde el pincel, otro que organiza su lenguaje con una palabra, una lógica propia. Es ahí entonces que radica el orden de su obra, orden que no se entiende desde la lógica del yo social del artista, sino más bien desde otro plano, desde aquel que habla cuando pinta y calla cuando vende sus cuadros.
Hay sin duda un vínculo afectivo entre el pintor y su obra. Vínculo que en la realidad se daría a partir de necesitar de un otro que sostenga su perversión, el cual desde su dolor permite otorgar paz “al amo” que castiga, que corta, que viola. Que somete.
En ese sentido, los vínculos del perverso se dan a partir de pactos pasionales sustentados por la seducción y captura. El perverso sabe hacerse de la víctima, porque es irresistible, es miel que seduce y abre poros, para luego cerrarlos con sangre, a palazos y mordiscos. El perverso necesita del dolor del otro para existir, es a partir de él que se sostiene. La ruptura del vínculo con la víctima implicaría su muerte subjetiva.
Trasladando esa noción a la obra de Valls, se podría decir que desde la sublimación –entendida como la posibilidad de hacer visible y la relación perversa con su obra— ha creado un orden propio en el cual el lienzo es la piel y el pincel el bisturí con el que somete. Es que en el arte todo vale y al artista todo se le está permitido, de ahí que su deseo reprimido, dotado de una estética propia, reciba el elogio antes que la censura.
La sublimación como planteaba Freud es y parte de la imposibilidad de satisfacción real de todas las pulsiones del deseo. En esa medida si por ceder a las pulsiones de muerte el ser humano sería incapaz de mecanismos de represión, la trasgresión de las leyes sociales llevaría a la anarquía y al caos.
En esa medida la represión es necesaria para construir una civilización y la sublimación por el arte es capaz de crear cultura. La sublimación de lo reprimido está en todos, ya sea en la pintura de Valls, de un Goya negro dónde el padre se come la cabeza del hijo, en los cuentos de Poe.
Es que más allá de la obra de Valls, la sublimación es necesaria para dotar a lo perverso de un aura socialmente valida e incluso aplaudida. Por que al final de cuentas el pintor o el escritor encuentran un camino por el cual vaciar la pulsión de muerte y de paso recibir aplausos.
El riesgo siempre está sin embargo en que lo que el artista sublima no es capaz de tener control de lo que provoca en quien mira, en quien lee, la obra al ponerse sobre el lienzo, la pintura o la palabra al hacerlas públicas son de quien las mira y se apropia de ellas. Lo sublimado salvará de la censura social al que sublima, sin embargo el artista será ajeno al efecto que produzca su obra en aquel que no conoce culpa, que no reprime, en pocas que hará acto de la obra del artista en la piel real de la víctima, aquel que al leer este texto, al mirar la pintura, planificará el próximo crimen o sentirá que la sangre se dispare en su sangre y decida actuar con violencia en la piel de la vecina o el cuello del amigo.
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