Recuerdo y no recuerdo; siento y no siento; miro y no miro. Pero, ello no obstante, todo se está…(Jaime Saenz)
Hay cierto aire de homenaje y a la vez de congoja adormilada en las palabras que hoy escribo. Algo que vuelve de sopetón y me muerde por la espalda. De manera práctica, podría ser simplemente el frío de mayo, extraño estado meteorológico sin duda con lluvia y humedad a las puertas de junio. De manera meditada podría llamarse el reencuentro con la palabra que es nada y a la vez todo y rompe las ganas de ser aire.
En esta despedida al otoño con aires trasnochados de noviembre, es clara la certeza de la mano sin mano que se posa en mi espalda, dando la serenidad del hielo y de la silla y que me recuerda que para labrar la palabra aún resta trabajo por hacer, por empezar.
Sería absurdo pretender hacer ahora poesía, con la palabra gastada que por sí sola no es verso, y no por que no le dé la gana, simplemente por que los últimos años de mi vida ha estado floja, entre tanto aburrido papeleo burocrático de oficina. Por eso es que ahora la palabra no quiere salir y punto, por el sólo hecho de que se me ocurra pretender hacer poesía, como quien no quiere la cosa y decir de manera barroca y retórica “hay verbos y adjetivos que se descuelgan en mi mesa, así brillantes”
Sin embargo es inevitable no ceder ante la tentación del ejercicio de asociación libre que ahora me guía, es por eso que escribo, con la necesidad de colgarme de las palabras que son inicio y fin, y por tanto, estarán en la medida que vuelva a nombrarlas. Palabras que ante el respeto de dejarlas colgadas en algo con aíres de prosa, devendrán caóticas. Palabras que hoy nacen, cuarenta años después de aquel mi primer grito que anunció que estaba vivo y rompió la noche de una partera alemana embriagada. Mujer que ante mi llegada no tuvo mejor idea que gritar a mi madre por dañarle el día de la madre y no dejarla chupar en paz.
La necesidad absurda de buscar palabras en el aíre y tratar de tocarlas para hacer quien sabe que clase de ejercicio con aíres líricos hoy me inunda, insiste con denotada firmeza en hacerme hablar y contar quien sabe que caprichos que sólo la palabra conoce, que sólo ella va labrando, desparramándose irreverente e irresponsable por estas paredes, por esta pantalla.
Sin embargo la palabra principal que evoco tiene el color añejo del discurso diez veces pronunciado por mi abuela de 93 años hoy en el día de la madre. Tiene la serenidad en la recurrencia con la que sostuvo varias veces que era la mujer más feliz del mundo por que unos cuantos de sus hijos y nietos fuimos a su casa a comer pastelillos y empanadas en su nombre.
Fue tal vez la serena palabra que nos dejó el reflejo de aquella otra que en tantas noches de vigilia, pidió probablemente varías veces tocar la noche, tratando de entender el por qué aún permanece de este lado, tosiendo, con la espalda torcida y la dentadura cascabelera.
Si, ya va siendo hora de ir agradeciendo y de volver al mensaje de la abuela, aquel con aires de despedida, provocado por la evocación de una suma de imágenes difusas en su memoria que formaron aquella palabra que cobró vida sólo en su voz y se llamó “hijos”.
Será que ella ya está lista y le molesta eso de no dormir y de estar en vela, confundiendo memorias y rostros en la noche, ella tiene hoy una silla vacía en la mesa para el nombre del muerto que conoce el sentir de su pasado ante otros muertos.
Algo habrá que decir a esta hora como respuesta a lo anterior, decir por ejemplo que algo hoy ha muerto y de la realidad tiene el color de una radio regalándome jazz y el peso de algunos libros desparramados por la mesa de madera de pino de mi sala, libros que recuerdan como está el lugar que hábito, lugar en tanto físico y también en tanto elaborado de palabras y vacíos serpenteantes; los de mi panza, los de la espalda, los de la memoria, los de la boca, los de mi ombligo sin beso, los de mi beso sin espalda y sin rodilla.
Este lugar, en el que sostengo la vigilia de mirarme muerto en cuanto vivo, en el que acepto que algo ya ha sido y ha quedado en ese revuelto pasado que fueron los últimos años de mi vida. Este lugar es la respuesta serena y poco empática al discurso de la abuela.
Este lugar es la casa en la que me encuentro vivo, al percibir el sabor seco de la falta de agua en mi boca, el hormigueo en mi pierna cruzada y la flojera que me da levantarme a la cocina a tomar algo, por la terca necesidad de seguir escribiendo, quien sabe con que objeto, quien sabe para que destinatario.
Es que hoy se devela, por casual sentido, el sabor que trae la distancia, aquella que aún no ha sido recorrida y de la que Saenz habló con la lucidez de su escalpelo en Recorrer esta distancia. Habrá que decir, sin embargo, que algo ya he construido y recorrido en el entorno, en la geografía de la ciudad de altura que me habita y también sin duda en mis huesos y en los arañazos que hoy pueblan mi memoria y ese algo es lo que soy.
Si algo se devela en la necesidad de ser tacto en la palabra y en saber que no me pertenece el hueco, no me pertenece el silencio de este lugar por que son espacios que nacen al nombrarlos y no son míos. Ese algo que va goteando en la ventana, que tiene sonido de trompeta, grito de saxo, frío que recuerda el sabor de mi espalda contracturada.
Hay lo que hay y en el recuento de lo ya vivido, es algo tan simple como años en la espalda, libros sin leer. Palabras aún no trabajadas, que aún no nombran objetos, representados por la palabra capaz de ser su nombre.
Ese algo que hoy se acepta, en la serenidad del dolor de espalda, del pinchazo de ojos, del temor a cruzar la puerta, de las ganas soberbias de una borrachera. Se acepta sin remilgos lo que representa esta presencia que no existe y es mi nombre y mi presente a los cuarenta.
1 comentario:
Es vida y sentimiento, es destino , ruta y camino.
Un abrazo.
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