El cielo casi no se ve a menos que volés muy algo
mate, porro, dedo y queramint
la vida es este trago amargo
Fito Paez
Alex quiere levantarse y algo la tiene atrapada, no es la abstinencia en todo caso, es algo así como los tornillos del pasado que clavan sus huesos al catre de metal en el que ahora duerme. Extraña ver los cambios en la imagen de la ciudad a la madrugada desde su antigua ventana. Desearía tener la única secuencia de fotos que hizo antes de partir y dejó olvidada entre sus cosas antes irse.
Mientras sus órbitas huecas de otras órbitas, juegan en el techo buscando alguna lluvia de cometas, recuerda cuando a los diez años era la niña de papá y jugaba a sumergirse en el fondo del mar, tapándose con el edredón azul en la cama de su viejo. Vuelve a escuchar el canto de la marcha de los peces hormiga que inventaba su padre para darle pequeños pellizcos de amor que la emocionaban y daban una sensación de realismo al mar imaginario en el que habitaba el temible y gigante pez cosquilloso que el rato menos pensado llegaría montado en una ola desde el lado menos esperado de la cama y la llevaría a un incontenible ataque de risa. Papá se fue, el mar de la cama donde pasaba feliz las noches ya no existe, como tampoco su madre que le permitía pasar tiempo con él por un mero asunto de conveniencia, para ir de bar en bar en busca de un tiburón con quien pasar la noche.
Hoy las dos frazadas viejas con que cubre su cuerpo huelen a charco, no permiten ver las estrellas que se formaban en el techo en los viejos juegos del mar, sólo son apestosos cuadrados de lana y poliéster que mantienen el calor de su cuerpo y ayudan a reemplazar la falta de tejido adiposo en muslos, pechos y vientre. Sin embargo intenta y se tapa entera y se hace una bolita, un taco y recuerda cuando le decía a su padre ¿Hazme una cosquilla super mega duper? Pero esta vez no hay respuesta y menos la sensación de alegre ansiedad del juego y de sentirse protegida. Su padre murió cuando Alex cumplió 18, no pudo soportar los monstruos reales y se pegó un tiro y la dejó sola. Su madre lloró la muerte como un acto reflejo y se arrepintió de no haber propiciado una reconciliación con el padre de Alex antes de que ella fuese mayor de edad. Luego del entierro acompaño a Alex una semana y luego salió en busca de alguien que le diera otro hijo a los 38 años, labor sin duda difícil de la que aún no ha vuelto. Alex partió de casa ni bien desapareció se quedó sola y hoy diez años después espera retomar fuerzas para trepar al Illimani y sacar algunas fotos de la ciudad antes de la última partida.
Alex tiene los ojos de su madre, de mirada profunda y de aceituna negra, los labios y cejas del padre, muy árabes para ser paceños, muy gruesas para su flaco rostro. Hoy es domingo, el día más alegre de su infancia y por eso le da náuseas. Hoy quisiera quedarse tapada hasta la cabeza y volver al pasado sereno en casa de su padre, que en cuanto ausencia del espacio con la madre, siempre fue presencia en la vida de Alex, pero no puede, las hormigas que hoy le muerden la piel son fruto de la ansiedad y de los delirios, el pez cosquilloso se ha convertido en una detestable cucaracha gigante y con tenazas que le muerde todo el cuerpo. Sin embargo, Alex sabe que no pasará mucho tiempo dentro este charco, heredó de su madre la capacidad de actuar, de levantarse y volver al ruedo. Además ya no hay poesía en su vida y eso sin duda ayuda cuando una quiere volver de sus propias cenizas, primero debe esperar que acabe el domingo y entienda que este encierro es temporal y parte del costo de pagar su libertad.
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