Viboritas flacas y de colores cuelgan de su espalda, dando un efecto “parche león” a sus cervicales gastadas. Deben ser, por lo menos, seis docenas de serpientes bien alineadas y ordenadas por colores, bamboleándose a cada paso suyo.
Sus puntas, asfixiadas con plástico, coquetean el asfalto y miran en péndulo las calles. De rato en rato, en cada sentada, le hacen cosquillas, de ésas que alivian sus cansadas rodillas. Tiene también varios ganchos de distinto tamaño, desde esos chiquitos para el pantalón de la wawa que engorda, hasta los gordos de cabeza con moño, que sirven para agarrar cuanta manta o maleta puedan.
Su figura es cuadrada, a sus setenta años tiene la espalda de alguien que fue endureciendo el músculo a fuerza de pala. Le gusta apretar bien el cinturón a su pantalón gris, formando una rodaja de mandarina desde la última costilla al inicio del bajo vientre. El botapié no es necesario, cada pierna termina en unos tubitos redondos y delgados que caen a la altura de los tobillos, dando sombra a sus medias de poliéster café. Su camisa tiene rayas verticales y el cuello, con tres cirugías en la clínica de camisas, respira entre las viboritas con una mezcla de sudor y barro de lluvia. El rostro es redondo y risueño, como personaje de Botero.
Debajo de esos cachetes, arañados por el viento, unos labios en rombo están siempre listos a gritar. Con el tiempo han ido tomando la forma de viborita. Sus zapatos son mocasines —En casa de herrero cuchillo de palo, dicen—, y éstos aplauden a cada paso como castañuelas y, después de unas cuadras, los lustra con un hábil movimiento sobre sus t’usus.
Me mira y se acuerda de que me debe los huatos de medida no estándar por los que un día le pregunté. Abre la boca grande, y la encía rosa palpitante me hace guiños y me dice: “Ututuy, me he olvidado, joven”.
Últimamente le dio por caminar por la avenida de tiendas y autos ruidosos. Donde los changos, abstemios con tufo a ron, miran feo a la Policía y uno que otro le mete un gancho sin importar el rango. Se para en las gradas del café, donde las señoras, entre tortas, hablan de dietas; y algunos maridos angustiados esperan para terminar ese “enredo de piernas” con la colega de trabajo, que no saben cómo empezó.
A menudo, sonríe a las adolescentes de botas con taco aguja, a los changos de zapatos con “cosita que suena” para ajustarlos, y les grita justo a la oreja: “¡Huatitos, huatitos!”, y su encía se mata de risa. Cuando puede, se sienta a tomar sol y discute sobre el país con el amigo de la trompeta, el que ahora es famoso por la campaña contra la rubéola.
Dice que sus viboritas son coquetas, sobre todo las blancas, y le gusta verlas en los zapatos lustraditos de los niños de mochila; pero reniega cuando algún lustra, por babear por una changa de esas de espalda resfriada, con el cepillo pinta de negro una viborita café.
Cuando ya empieza a ventear, toma el Ñ, y vuelve a casa mirando a los chicos de mandil sucio y viboritas largas enredadas por el suelo, y parece escuchar los quejidos de éstas entre tanto pisotón. Llegando, cuelga de una pita roja las que volvieron con él y se hace una sopa de fideos. Después de leer El Diario se duerme.
Sus viboritas, cansadas de tanto empujón y gritos recibidos, discuten sobre cómo convencerlo para volver a la San Francisco a coquetear cholitas. Las más antiguas se acuerdan que antes era distinto, dicen que trepaban por las botas negras de quince huecos y bajaban por la Alonso de Mendoza, y orgullosas miraban de reojo al cielo y les gustaba cómo, de rato en rato, sentían el vientito de flequitos de seda en sus puntas bien lustradas.
La Prensa, 14/05/06
5 comentarios:
Este personaje ya forma parte del paisaje...
Buen contenido.
El gusto es mío, che...Ahí va un mate amargo. Que lo disfrutes.
Para P:
Trata de ver lo que te rodea, tanto tiempo te sigo esperando para sentirte, amarte y desearte. Me haces falta, mucha falta.
Extraño las platicas de horas...
De P.
espnatando el recuerdo, sonriendo, y atizando los cuerpos; parche leon o sombra de la noche. supongo se convinan.
quien sos P?
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P
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