lunes, enero 15, 2007

El encuentro

Pidiéndome que la escriba, me llamó al amanecer, con ansiedad, para contarme la historia y del insomnio que lo tenía vomitando ese cuerpo hace días. Quedamos en tomar algo y charlar, él creía que con mis aires de cronista podía servir de un buen escriba para recoger su historia; nuestra amistad hacía imposible rechazar el pedido.

Él era un personaje mágico, no por el aura que proyectaba a la gente o los sentimientos que despertaba en otros, sino más bien por la cantidad de supercherías con las que llenaba su vida y, a la vez, es justo también reconocerlo, por ese afán de vivir en su propia historia, la de personajes literarios, los propios y los prestados. Se consideraba un espectador de sus días, un ser que miraba de palco lo que le pasaba, tal vez por eso la angustiante necesidad de narrar una y otra vez sus experiencias a alguien que les pusiera nombre, armara la puesta en escena.

Por azares de la vida, me encontraba clavado hace años en este rol de escriba, ofreciendo mi servicio en la prensa local como transcriptor de historias de todo tipo. Debo confesar que no me podía quejar, el oficio me permitía costear el alquiler y mis cervezas. Él había leído muy bien mi morbosidad en esto de recoger historias ajenas, y luego, contra el compromiso de confidencialidad asumido con el cliente, desnudarlas en el papel, en internet y en panfletos literarios de poca monta; por eso, tal vez, el nexo entre nosotros dos, aunque es necesario aclarar que esta iba a ser la primera vez que sería mi cliente.

Ese día llegué al departamento que él alquilaba en un getto paceño, me senté, abrí la libreta y, entre copa y copa de vino, lo escuché. En palabras teñidas de reflejo de nube, con la llorona de la Chavela taladrando el parlante, empezó a dibujarme la historia. Mientras hablaba, su mente se vaciaba de falsas memorias, de estertores corporales y, sobre todo, de la cursilería que durante aquella noche había bañado la ventana en el amanecer a su lado. Ella ya no importa, en tanto cuerpo, en cuanto piel, me dijo, es simplemente una palabra trémula, su nombre, y son mis dedos los que gritan por construir su propia historia para, despojándola de piel, de todo fluido corpóreo, hacerla inmortal; es por eso que te convoco, sentenció.

Panza vacía, cuerpo limpio, mente supuestamente llana y clara. No hay tóxicos en sus venas, mucho menos los fluidos acuosos de esa mujer; la gelatinosa miel de sus caderas profanando sus poros se ha marchado. En esa medida, consideró que era fácil relatar el encuentro así, con lo que llamaba bisturí objetivo, y jugar en la memoria con el eco cada vez menos intenso de esa presencia ácida.

Lo miro mientras narra esta historia y trato de dibujar en palabras los restos del encuentro. Como siempre en cada encargo, debo asegurarme de que mi pluma recoja todos los detalles del juego; es así que fui dibujando los restos de su memoria, mientras él inflamaba los ojos de humo, convencido de que sin duda aquel espectro, como la llama, era una mujer de espuma, un dejavu con plumas livianas y caderas filudas que le regaló el diablo en una noche teñida de cromo y mercurio, nada más. Era típico en él construir argumentos mágicos, invocando a demonios, cuando se topaba con algo o alguien sobre lo cual no tenía control.

Me habló de esa extraña fuerza que recorrió sus piernas cuando, en el viejo colchón, el reflejo del poste de la esquina barnizó su espalda de arpa en la madrugada, y entendió que era más que eso. Recordemos que, en su superstición, tiende a creer bastante en lo que llama causalidad cósmica, por lo que convierte cualquier encuentro casual en un baile con musas, y luego, con la facilidad con que se encandila, pasa a adorar la oscuridad.

Me contó en detalle cómo congeló el instante en que ella saltó de la cama y, en una caminata acelerada, fue hasta la sala para atender el repique gritón de su celular. Escuchó cómo su voz se fue quebrando y debilitando al responder a quien, del otro lado, le reprochaba, y no le importó. Recuerda bien cómo fue desparramando plumas por el piso, tiñendo su espalda y muslos, en el aura púrpura, mientras su mirada adormilada reía furiosa.

Me contó que el encuentro fue abrupto, como ese juego de memorias que invoca aquel amante de la kabala, de la numerología y de personajes mitológicos. Un haz de luz se trenzó con un temblor de vela, dijo, y se mató de risa. Empecé pidiéndole un cigarro, dijo, y luego, como certero balazo, le lancé la clásica cursilería de que “yo siento que te conozco de algún lado”, ella, con un guiño de ojo, le replicó: “dejavu se llama, yo también lo siento”.

Así empezó la historia. Mientras hablaba, su rostro recuperaba esa rigidez del día que lo conocí, tiempo atrás, en la cárcel de San Pedro; tensó el puño y, elevando la voz, dijo: “Era un silencio en silueta larga, silente línea tesada de cervicales al cóccix, pidiendo que me vuelva flecha, que me entregue a volar desde su arco y esparza mis sesos por el techo, para que ella beba mi razón y mis memorias”.

Me habló de cómo le robó cada palabra antes de que él pudiera decirla; me quitó el guión y, luego de desarmarme, dijo: “Me gustan las historias que terminan con sangre, esas tienen sal”. Es en ese momento que jugué a contarle la historia de Nancy, la changa de la novela de Capote, aunque luego entendí que la diferencia en nuestra historia sería que, en este caso, mis sesos acabarían en la almohada, en vez que los suyos. Es aquí donde, ni bien empezada la historia, él la sentencia y escribe el prólogo de su profecía autoanunciada.

Con esa su falta de orden, volvió de nuevo al encuentro en el boliche y dijo: “El lugar era absolutamente absurdo para juegos metafísicos, la cerveza dormía mis sienes y el tabaco egoísta perforaba sus ojos sin dioptrías”. Esos que gracias al azar auscultaron su alma de perro y poeta roto, pensé. Recordó que el ambiente del lugar donde la conoció era un vacío encuentro de paseantes. Estaban: la gringa, aquella con sexo como el de Sharon Stone, haciendo guiños debajo de la falda a flores en cada cruce de piernas, croando sus ansias al de camisa roja; el anfitrión, cabeza de zanahoria, new yorquino, bailando en desafinadas convulsiones ese himno gay de la Gloria Gaynor, que le daba el aire metro sexual a la noche.

Me habló también de cómo al otro lado permanecía sentado, en pose de chamán destronado, aquel otrora vicepresidente, hoy consultor, acullicando en pausado ritual, tomándose el tiempo para sacar los tallos y colocar las hojas, simétricamente alineadas, en su paladar. A su lado, el de cabello largo y grasiento, con botas de caminante y abrigo negro, sostenía que iba a cumplir cuarenta y que su rostro era de veinte gracias a la hoja de coca y la hierba mate, “seudo poncho negro”, como descubriría más tarde; pero eso es parte de otra historia. Al frente, estaba aquel amante de la cocaína, caspa de Satán, como diría el Velásquez, y quien, en ese entonces, alababa a Dios con gritos y severas alabanzas, mientras se preparaba para ser pastor evangélico, aunque era sabido que tenía el miembro inflamado de lujuria y no iba dejar tan fácil sus antiguos hábitos.

Según lo que él pensaba, fue un juego de azares y angustia, y para ella, “sólo el lugar y la hora donde se encontraron deseo y oportunidad”, replicó, “razón por la cual, entre cerveza y cerveza, fue depositando las agujas de sus ojos en mi pecho”. Con su recurrente forma de adjetivar, me contó que ella aleteó sedienta, sumergiéndose primero en los cabellos del caminante grasiento; luego, en el baile pintorésco del gringo, para terminar bailando salsa con el pastor evangélico. Mientras él, como avestruz, buceaba en su cerveza, ella iba trazando el mapa del lugar y las miradas, sondeando, buscando, el cuello exacto. Sí, estaba definiendo la presa, estoy absolutamente convencido, dijo, mientras lo intangible, aquello que algunos aseguran que es espíritu y pesa 25 gramos, seguía envolviendo el tacto y el verso del poeta, sin que ella acaso lo intuyese.

Le lancé eso de “me importa un pito…”, del Girondo, lo de “tanta casualidad junta da bronca”, y sus parpados respondían con flash de cámara trucha sin pilas. Me causaba gracia su relato, la forma de imposibilitarse, de invalidarse a sí mismo. Recordemos su historia, era, en pocas, un seudo nieto de Pedro Infante que renegaba de su machismo. Pese a ver como inflaba el pecho de seductor con cada palabra, no podía evitar sentir lástima. Sin embargo, era mi deber escucharlo. Era mi oficio.

Luego me contó que hablaron de varías cosas, entre ellas, las muestras de amor, del Epitafio de la Ramona Escalera en Felipe Delgado, el cual repetía de memoria, como mantra, de su atracción por Van Gogh... Yo me mostré racional en ese momento y, como psiquiatra barato, reduje el romanticismo del pintor a un acto impulsivo fruto de la psicosis. Me miró y afirmó que para ella era una muestra real y verdadera de amor eso de regalar partes del cuerpo a alguien.

A esta altura de la conversación, era importante no dejar caer detalle, ya que caso contrario, mi relato no sería el alimento esperado para quien lo compraba, por eso le pedí que detallara más el encuentro. Teñí la madera del piso con mis versos añejos, bebí el vino prestado y emprendí la huida, dijo. Reconozco que mi retorno no pudo ser más cómico, añadió, esperé menos de dos sorbos de cerveza y volví con la chamarra puesta a dar un abrazo al agasajado, y a ella, un beso. ¿El resto?, le pregunté. ¿Qué resto? ¿Lo insoportablemente no leve?, pues seguía ahí, construyendo un camino sin ruta aparente.

Ella se quedó mirando los ojos de canica del “seudo poncho negro”, mientras bailaba fingiendo no percatarse de mi machismo herido, del juego de “me llevo mi pelota”. Después, me lanzó una mirada y el típico “aún no te vayas”; el resto fue historia predecible, al menos para mí, al menos para ella, que ya había barajado las cartas en una correcta proporción de costo-beneficio.

Personalmente, creo que el tema fue, otra vez, su absurda necesidad de aferrarse a la ficción, y que hasta ahora se niega a entender lo que significa un baile de pieles y ya. Sería redundante contar lo que pasó luego, se fueron juntos a su casa. Ella disfrutó unas cuantas palabras, bebió otros versos y se aseguró de dejar marcas suyas por el lugar. Hizo que le enseñara la casa en detalle, criticó las lámparas, las paredes, se arrancó tres cabellos, los dejó por la alfombra y rechazó el piropo a su perfume con toda una cátedra sobre los aromas y Suskind.

Me confesó que, ya en la intimidad, se negó, como lo había hecho desde el principio, a recibir cualquier tipo de orden, desde las más simples, hasta las más lúdicas, como “date la vuelta, quiero ver tu espalda arqueada en mi embestida”. Aclaremos que, según me contó, ella fue la que pidió ver su refugio, la que fue tomando detalles del lugar, como la rosca navideña en la puerta, el orden de los libros y discos, para luego restregarle en su cara, como piedra pomes, sus manías, rituales y la presencia etérea de sus ex mujeres en la casa.

El resto fue sacarse el gustito, dirían por ahí, dejar que el tacto haga lo suyo, beberse piel a piel, y nada más. La noche se dio con ese aire de canción de Sabina y con la Chavela Vargas rompiendo las ventanas en el viejo monitor, mientras las pieles cantaban eso de “ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí”.Luego, el enredo, el encuentro de la savia y su vientre de pitón succionando hasta el alba sus versos. Demás está decir que su afán de no recibir ningún tipo de orden o expresión machista se manifestó en una furiosa cabalgata encima suyo, a lo rodeo, que acabó exprimiendo el calcetín de látex y haciéndolo girar en su interior como un lazo. Obviamente, la consecuencia fue predecible: el látex desapareció y el cuerpo del poeta soportó los embates agresivos y las serruchadas de su cadera tibia y agridulce, pero nada más. La explosión de mi cuerpo en el momento cumbre, barniz que ella anhelante pedía para sus poros, jamás llegó; tal vez es lo único de lo que me arrepiento ahora, dijo. Dado que ella disfrutó múltiples descargas eléctricas en su vientre, durmió plácidamente, dándome la espalda, mientras mis ojos dibujaban algún tipo de conjuro poético en el techo; pero nada de eso sirvió, poesía y sexo no encajan, lo volví a comprobar.

La despedida fue simple, recogió su ropa desparramada por la casa y se vistió. Él no pudo evitar el momento para lanzarle una ráfaga de zalamerías, empezando por la clásica imagen de postal, mostrándole, en un abrazo, cómo la niebla daba brochazos en los cerros, cómo las luces de la ciudad morían en un naranja tibio, dando paso al azul oscuro de la madrugada. Luego, la cagué con mi insistencia, confesó; la estocada machista de ponerme la ropa apresuradamente y ofrecer llevarla en coche las tres cuadras entre mi departamento y el suyo fue el colmo, lo acepto. Ella, obviamente, respondió con insistencia que se iría a pie, pero salieron nuevamente mis genes de Pedro Infante y, con voz firme, dije que era peligroso y de un empujón la subí al coche.

En este punto, es importante añadir que por menos cortó el cuello de su ex mujer, cosa que, sin duda, ella ignoraba. En la despedida, más que predecible, le dijo eso de que ahora se enamorará; ella respondió con un racional “es absurdo, fue intenso, sólo eso y déjalo así”. En la puerta de su casa, un beso tibio de ventosa y un gracias, no sin antes ponerle un dedo en los labios y decir “shhh, yo te llamo”. La verdad, a este punto sentí que perdía el tiempo y entendí cada paso de ella.

Apuré el vino y respiré para escuchar lo último. Me habló del silencio que ahora disfruta, similar al que vivió en la celda; me explicó que había extrañado una patada de yegua en su pecho, ahora tenía tinta para sus versos, dijo. Me contó también de su profecía auto anunciada de ser abandonado, esa que tanto le gusta, por esa necesidad de construir la amante de bruma, liviana y espesa en la mente, que inyecta sangre y melancolía a su noche, pero nada más. Los días han pasado, cuenta velando disciplinadamente su recuerdo, recorriendo sus pasos y, en la memoria, cada rincón de la casa en busca de alguna pista, cada espacio de su cuerpo en busca de antiguas sensaciones. Luego de tanta obsesión taladrando mis días, sólo conseguí un orzuelo, mira, me dio mal de ojo, dijo, tanto pensar en Lilith. Suele dar ese nombre a todas las mujeres que lo acuchillan, luego las pone en un altar, en homenaje a la primera esposa de Adán, aquella primera en escupir al macho, dice.

Me mira, con ese lagrimeo constante en el ojo izquierdo, con el párpado hinchado como bolsa de canguro, y convencido, dice, que fue lo único que logró luego de evocarla. Luego vuelve a contarme de los fluidos secándose en las sabanas, de las paredes que guardan el eco de sus humedades y demás pajas.

Antes de salir, con ese aire de macho desahuciado, me cuenta que le mandó una flor hace unos días, una blanca, me dice, con una nota deseándole buen año. Asegura que no fue su objetivo acosarla, simplemente hacerle saber que la piensa y seguirá esperando, aunque ya tengo preparado el siguiente paso si no funciona, dijo, jugando con el vidrio.

Cansado, me fui, con tres hojas en mi libreta resumiendo su angustiosa espera. La verdad es que no sé cómo ordenar tanta añoranza y obsesión para entregársela; estoy convencido de que ella, esta vez, se equivocó, eligió mal la víctima.

Viernes siguiente, en el clásico café, ella llega tarde como siempre. Empiezo hablándole de cómo me dijo que la añoró en su macurca de vientre. Ella escucha atentamente, le doy el texto y lee “...en la evocación de las paredes he decidido nombrarte...”, lanza una carcajada; me confiesa que luego de que él la dejó en casa, durmió toda la tarde; me dolían los ojos, tenía chaqui y no paré de soñar con Samiel, mi novia de Israel, dijo. Lloré sí, el lunes toda la noche, mientras mis dedos ansiosos jugaron con mi cuerpo, recordándola. Después de media hora de charla, ella pagó el café, recogió su pañoleta de seda y se levantó. Pese a conocerla de años, recién aquel día entendí esa metáfora de espalda de arco, de mujer de espuma, que me había dicho el poeta. Al despedirse, me dijo “gracias por el texto, lo guardaré en mi cajón. Te llamo si la historia tiene otro capítulo, uno de esos con sangre, talvez, o cuando conozca a otro tipo”. Me dio mis cincuenta lucas y se fue sin voltear atrás, como siempre.

Luego de esta historia, decidí dejar la pega de cronista y buscar otra fuente de ingreso. Llamé a mi amigo poeta y decidí confesarle todo. Tomamos unas cervezas toda la tarde y cerramos el capítulo; al menos eso pensé. A la semana de nuestro encuentro, ella recibió en una caja un dedo índice con una nota: “Para que te ayude en tus viajes a Israel”; y yo, otra, con un pendiente de plata en los restos de una oreja.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

no pude parar de leer el texto!

bueno bueno che, el encargo, la crónica, el relato, el fin.
me gustó mucho.

abrazos

Anónimo dijo...

Espero que el cronista siga buscando al amigo para saber de la tigresa en la cama...

SALUDOS,
R

Anónimo dijo...

Ehhhmmmm... diré que me confundí mucho, por eso tuve que leerlo dos veces...

Y talvez me confundí, por que no quería ver; que muchas veces me pasó algo parecido... Hacer el Amor, más allá de todo es algo complicado.... ese "Encuentro" cuando dos cuerpos sudando están juntos, moviendose al mismo ritmo...
Una vez me quedé traumatizada y opa, cuando tuve un Dejavu, en un Orgasmo.. yo estaba... oooohhhhh...!!! esta mina es para mi, pero se van; es muy difícil encontrar a alguien para siempre...

Y la confidencia entre amigos, entre otra gente, con la que también compartes estos sentimientos es a veces necesaria... muchas veces me he exitado cuando un amigo me contaba sus encuentros...

Y esos de los Dejavus, de los Encuentros Casuales Cosmicos... me alucinó... está bien expresado el coito..

Saludos, y buen escrito Ganja..!!!

Anónimo dijo...

Debo decir que fue confusa la lectura, no sabía en qué personaje se encontraba en algunos cambios de diálogo... talvez las comas puedan solucionar un poco eso...

Interesante el texto, continua puliéndolo!!!