El delirio que delira por el cuerpo que delira (Jaime Saenz)
El viaje fue gradualmente buscado por el llamado de otros seres, de espectros de otros tiempos dirían los que saben de estas lides de cruzar la línea del saber a la locura y viceversa.
“La sabiduría llega cuando no nos sirve para nada” dice Fito que se escucha en la voz del de bigote blanco con eso de “la locura es poder ver más allá”.
Silencio Hospital, me viene la canción de Vicentino y Luca Prodan rebota en el parlante interno. Estoy rodeado de viejos vinagres pienso, cuando ya hablo más como mi padre que mis primos de veinte años y salgo de la oficina con disnea en las tripas.
Tomo el Trufi, Neurovimin se anuncia en la radio, placebo de cafeína y sangre del matadero al que recurren estudiantes flojos y amantes incontinentes. Me dirijo a la colina de espaldas a la montaña, al elefante de ladrillo de cuatro pabellones, bautizado con nombre de santo.
“San Juan de Dios” plancha mis angustias oran las viejas beatas, “santito” habla más despacio que no puedo sentir mi piel piden en certeza los mal llamados espectros delirantes. Letanía del neuroléptico, rosario de barbitúricos, Virgen del Clonazepam, San Aloperidol, no me desamparen, ni a mis llantos, ni a mis vocecitas.
Llegué al refugio que en el viento de montañas mece soledades, melancolías y certezas. Llegué a este sitio donde la locura busca abrigo, donde caen los que se cansaron de luchar solos, donde la línea estadística de lo normal se ha perdido entre risas, abstinencias y melancolía.
Recuerdo al ingresar las memorias del primer encuentro con la locura en la casa fría de la Calle Villalobos, cuando todavía era estudiante y daba el recorrido obligado por el pasillo de “los crónicos” y me cristalizaba mirando los gritos aplastados en las paredes de esponja de las habitaciones de seguridad. Los focos pegados al techo, ninguna viga en las piezas, ningún acceso a instrumentos cortantes. Todo configurado en químicos y trampas para retener a fuerza en este lado a los que hace rato quieren irse.
Años después, cuando la palabra sanadora dejó de alimentar los espacios de mi mente, cuando la duda se comió todo y el “mostruo” espantó su piel, vuelvo a este lugar, hoy más viejo, como visitante ambulatorio.
La angustia y la melancolía han tomado el nombre del veneno, del negro hueco que me enfrenta al silencio en el que me encuentro: En el pasillo de azulejos cubre piso, de cerámicas acariciadas de ausencias me detengo y respiro. Cerca a la sala de espera, lejos de las fábulas reales que joroban, dando la espalda al cuerpo, perdiéndome en esta bodega iluminada de locura.
Llego, con ese gesto mudo que tenía mi noche en sueños, perdiendo la voz, triste devaneo en palabra callada. Sin tanta poesía celebrada, sin tanto pragmatismo corta alas, me enfrento al atrio con aroma neuroléptico en el que los que se cansan, los que bajan la guardia esperan. Purgatorio de afectos para unos, sala de espera de la cura, vagón al viaje sin retorno para otros.
Acá me encuentro, acá me develo, me revelo, con la piel de cera que produce la náusea y la mano extendida en busca de la mordaza, la muleta química que permita el paso por la noche cierta, por la real que pincha y vacía.
En este lugar, purgatorio en la comarca, hospital psiquiátrico a secas para otros, me encuentro a media mañana con la libreta en las manos, la nicotina en los ojos y aquella flaca de bruma clavada en la tercera costilla izquierda.
¡Silencio hospital! grita el enfermero, mis palabras paran y los ojos, así gastados miran, respiran del vacío de otros ojos y narran las historias que el delirio clava en otras pieles.
Ella tiene 35, la tez blanca, apellido Húngaro, familia paceña, herencia de poetas de ladera en las venas por parte del padre. De hermano actor, hermana violinista. Es psiconalista a fuerza de arañar la espalda en el diván y de empeñar hasta su último peso en Buenos Aires. Dejó de fumar hace 6 días y calma con mate de coca y spinning la ansiedad que le producen los huecos ajenos. Su trabajo es escuchar, llenarse de historias, almorzar psicosis y en vez de salteña a media mañana tragar la neurosis de amigos, parientes, pacientes. No se quita el sombrero de Psicoanalista, por más que quiera se lo ponen. Es mujer, vive, toca, siente, ama, pero ya no importa, lleva y llevará el diván en la espalda y hasta en el bar escuchará la palabra del inconsciente del vecino.
Al lado suyo se encuentra la oficina del Psiquiatra, del pastillero que escucha con mirada más de médico y va buscando en su memoria la etiqueta que el manual de psiquiatría define mejor tu pedo mental. Te recibe en silencio, tiene la cara morena y los sueños rojizos. Me mira y describe en amplia estadística los cuatro pabellones del hospital (uno de agudos, dos de rehabilitación, uno de crónicos) con el numero de internos que en un año de funcionamiento llegaron a 100 y ya no hay espacio.
El Doc, como lo llaman, trata adicciones, oficinistas angustiados, depresivos que viven con cortinas rojas en el cuarto, delirantes que venden con certeza el fin del mundo. Te mira y sostiene su teoría del boxeo y la salud mental. Te dice que las pastillas sólo son el impulsito para la pelea, que no se trata de que no duela que el tema es subir al ring de la vida y no sólo dar golpes, sino sobre todo y lo más importante saber recibirlos y aguantar calladito hasta que la campana suene.
Como alquimista de neuronas, te va explicando bien la mezcla de químicos que darán un mejor aroma a tu vida y te da la recetita mágica para que en la farmacia te vendan las pastillas y te regala muestras médicas. Al final te da la palmadita para que con las muletas en pastilla rosa vuelvas al ring y no te quejes de tu neurosis que tiene cosas más importantes que hacer, suicidios que evitar, psicosis que tapar.
En la puerta a la salida me saluda él. Barba entre cana de cuatro días, chamarra café, buzo azul, mocasines de negro despintado y LM en la oreja. Su gorra roja con estrella de Podemos en el medio da sombra al tomo de la enciclopedia en el cual encuentra la certeza de su fabulación, la compensación de lo que su viejo taxista no le dió.
Espera a su alumna gringuita como le llama (la psicoanalista del hospital que lo atiende cada miércoles) para la clase de historia de cada semana. Repite con emocionado afán en su memoria la cronología de la Guerra de los Cien Días, la campaña de Bolivar en la cordillera, las luchas de espartanos y los viajes de Marco Polo.
Dicen que era profesor normalista, otros fabulan con que era literato, otros que mecánico. Vive el presente que armó, el que lo alejó del pasado, el que lo protege, mientras dura su estancia acá. Sólo necesita dar la clase una vez por semana y que la alumna le pague dos LM rojos por lección. Me saluda, me pide fuego y me pregunta ¿usted sabe quien inventó la corbata?, debería enterarse de lo que usa, no es así nomás esto de vestir el alma con cualquier cosa me reclama.
En la puerta con pantalón a cuadros, corte de cabello neo punk, cejas gruesas, mirada que todavía tiene el sabor verde del cannabis y esa nariz que roja va botando caspa de cocaína encima el auto recién lavado del padre. Tiene un hijo, de dos años, lo vestía fashion y reía con el padre DJ de fiestas electrónicas, reía con el padre en minibús, en fiesta tecno, en cama en el suelo.
Esta sola, tiembla, le vienen las caritas felices a la cabeza, las pastillitas de extasis tunchi tunchi que daban sed en la fiesta, que le cortaban la leche, que le dejaron de herencia aquel temblor a su hijo y la ultima babeada en el parque. El niñoo camina de la mano del abuelo, el padre con chompita mordida a lo Kurt Cobain, reverbera todavía con la mandíbula tembleque, sobre lo que pasó, sobre el amor, el poder de la energía, el I-Ching y todas las flores y poemas que usó para envolver los ajos que puso tras la puerta. Es una vaca rumea abstinencias que se pregunta donde se jodió todo, donde compraron esa coca tan mala.
Ella le grita, lo besa, lo araña, muerde el piso y lo insulta por las pajas que no dan plata, que no compran pañales. Le dice que no lo quiere y se aferra en un grito. El la abraza y agarra la maletita Loui Vitton. La abraza y le deja un sobrecito en el bolsillo de la nalga izquierda. Todo estará cool le susurra, yo iré al parque y comeremos pizza con el Ale le repite, seré buen papá le afirma. El padre la besa, le dice con sonrisa de amor aquí aprenderás a dejar de meterte esas mierdas a la nariz, le pellizca la nalga y le repite te amo mucho.
Ambivalente equilibrista, flaca envuelta en Bennetton, su paso en zapatillas Converse, el pantalón rojo. Camina con los pechos apuntando a la virgen al final del pasillo, con la estatua de San Juan de Dios mirando su entrepierna. Dentro ella, en esa silueta de 45 kilos se alejan: la madre rumbo al consultorio, la adolescente a terminarse el sobre en el patio para aguantar la mierda de los días que vienen, la mujer rumbo a la montaña de enfrente a Chicani, por último la que quiere volar y ya está harta.
Días después pasa el de chompa mordida a mi lado escoltando una camilla de la que sobresalen los Converse con alas rotas por el vuelo. La lata de cerveza del patio hizo un buen tajo en su panza, volvió a abrir la cesárea. Ella se va antes de tiempo, temblando ya no por el tunchi tunchi, bailando recostada con la sangre rala y el niño a su lado que no entiende y juega con otra lata acompañando su salida a la calle.
Ese día, cerca a la puerta, me encuentro: con la madre morena despidiendo a la hija rubia que quiere olvidar al Jefe Casado a plan de pastillas, con la melancólica que encuentra en la tristeza el motor de su añoranza, ocho intentos de suicidio mal llevados, purgas mentales comiendo sólo dos cucharas de arroz al día hace un mes. Ella vuelve a consulta cada dos semanas y con cinco kilos menos, ya no hay venas para el suero. Se está purgando, se está quitando el cuerpo para irse liviana.
En el otro patio toman sol y miran de reojo, aquel que quiso matar al comandante de policía con rifle a perdigones y el que defiende al presidente del boicot de Chávez y la Embajada Americana, aliados en su delirio para poner una fabrica de coca cola en el Chapare.
La mujer que perdió el Nóbel de física por la conspiración de la iglesia, el MAS y la CIA, está embarazada de Jesús dice y me agarra la mano al salir y afirma con certeza: usted sufre y su corbata no le deja salir lo que duele, sufre y tiene hambre de lo que no le dan, mi hijo es su alimento me repite certera, su cruz es su alegría sentencia.
La locura es poder ver más allá recuerdo, camino tengo hambre a dos cuadras venden sándwich de huevo. Los changos de la línea de trufi azul son buenos tipos pienso, Chicani está cerca recuerdo, ella tenia sombrero café cuando fuimos a comprar queso pienso, cuando teníamos hambre de tanto beso que no vendían.
Salgo con las penas planchadas en ansiolítico, luego de tomar agua del vaso del amigo de la sala; después de esperar, de estar limpio, de sangrar en el diván de creer, de dudar, de tener certeza de aceptar que esto no es un monte, no es una colina, no es un hospital. Este lugar al que voy en Trufi a conseguir la receta para la muleta química es lo que cada uno quiere que sea: La vía a la, el refugio, la purga, un barco, el infierno o en últimas la casa luego de tantas distancias recorridas. Al final acá te miman con pastillas y que mierda si todos saben que detrás del patio esta Narnia y tengo unas ganas de meterme al ropero para cruzar al otro lado con la flaca melancólica en vez de tomar el trufi de banderita azul.
2 comentarios:
Ganjartek...leo lo que escribes y me dejas atrapada, interesante y misterioso, siempre me ha gustado el tema, que expones en él último post. Te felicito, escribes super.
Un abrazo.
Mis felicitaciones y saludos, escuché tus relatos anoche en el Etno, muy muy interesantes una línea muy personal. Felicidades.
Publicar un comentario