miércoles, junio 18, 2008

Fragmento de Piedra Imán.

Hoy por alguna razón, rompiendome la cabeza, replanteando textos, puliendo el borrador de mi libro "Trajines y Haceres". Vuelvo a Jaime Saenz, a la Piedra Iman, a sus confesiones y entiendo que esto del matrimonio no es para mi, aunque bendigo a la vida por que "mi pequeña sigue a mi lado". Ahí les vá el texto:


LA PIEDRA IMÁN
XVIII
(Fragmento)

En un lóbrego sótano, muy pequeño y húmedo, con olor a nuevo, a guardado y a fierro enlozado, es decir, con olor a Hong-Kong y a manufacturas japonesas, hubo de fraguarse cierto acontecimiento —esto es, mi matrimonio.

Era alta y rubia; era ingenua y sana; y sus ojos, de un color entre azul oscuro y violeta pálido, eran en verdad muy claros. Pero no era hija del país. Había nacido en Zwickau (la tierra de Schumann), y por lo tanto, no le gustaba el ají. En cambio le gustaba el vuelo del moscardón, que volaba en misteriosos espacios del cuarto junto al alma de Juan, con un zumbido vivo y profundo, con un olor a jabón y a ropa lavada en medio de torrentes de luz, cuando a todo esto, temprano por la mañana, se dejaban escuchar en la radio los valses de El Caballero de la Rosa de Richard Strauss.

A un principio vivimos en la casa de mi madre, primero en la avenida 20 de Octubre, y después en el pasaje Juan de Vargas, entrando por la calle Abdón Saavedra, y luego fuimos a parar a un cuarto oscuro y frío, en la calle Femando Guachalla, que una señora llamada Rosa Llosa tuvo la bondad de alquilamos, con algunos muebles y un cómodo sillón de madera con almohadones de tela color café a cuadros.

Allí leí La montaña mágica —y si mal no recuerdo, la lectura duró sus buenos tres meses, pero la verdad es que me hizo vivir momentos de auténtica grandeza. Por lo demás en aquellos tiempos era joven, y todo parecía fácil y sencillo, pues en realidad había tiempo —y como todo tenía tiempo, había tiempo para todo.

Por otra parte, en cualquier esquina de la ciudad uno encontraba paz y sosiego, y había cientos de tiendas en las cuales uno podía beber tranquilamente una copa.
A ese paso, mi mujer era hasta tal punto comprensiva, que no hacía problema ni renegaba, sino cuando me tambaleaba y cometía atropellos de puro borracho, cosa ésta que por desgracia sucedía con demasiada frecuencia.

De tal manera, que una vez me dijo: -Ten cuidado. Si sigues con la copa, yo me voy.
Lo malo es que yo seguí con la copa.

En 1946 nació mi primer hijo. Sólo vivió tres días.
Mi segunda hija —que sería la última— vino al mundo en 1947.
Al cabo la Erika —que así se llamaba mi mujer— pidió el divorcio, y luego se fue a Alemania
—sin decirme nada.

Pues quién te dice que yo —sin sospechar ni remotamente lo sucedido— un buen día me preparo, y voy a su casa con una torta y con una velita para congratular a mi hija en el primer aniversario de su nacimiento, y me encuentro con la noticia de que había partido para siempre.

¿Qué hacer? Por aquellos días precisamente se conmemoraba el Cuarto Centenario de la Fundación de La Paz con una gran feria en Miraflores, y no pude menos que encaminarme en derechura a la referida feria a festejar mi infortunio.

Y cosa extraña si la hubo:
veinte años después me escribió mi hija —y también la Erika.
Lo malo es que mi hija me escribía en alemán, pues no sabía una palabra de castellano.
La Erika recordaba los tiempos idos; y lo hacía con no sé qué encanto, no desprovisto de cierta amargura.
Como no podía ser de otra manera, tan inesperado acontecimiento me causó hondísima impresión, y con pena inenarrable, yo a mi vez recordé los tiempos idos
—y por otra parte, me preguntaba por qué el olvido era tan extraño:
porqué lavida era tan extraña.
¡Y qué haber de, cosas y de circunstancias a cuál más extrañas!
La verdad es que el matrimonio constituyó para mí una alta enseñanza.
Comprendí que el hombre no necesita volverse padre, ya que lo es por esencia,
y si engendra un hijo, es para confirmarse plenamente.
Y comprendí asimismo que un niño es ya padre, de igual manera que una niña es ya madre.
Esto aparte, el matrimonio enseña a conocer y amar lo doméstico
—cosa de la mayor importancia para el hombre, por lo mismo que éste lleva la peor parte en el enfrentamiento con la soledad del mundo.
Pues lo doméstico, extrañamente, le enseña a conocer y amar la soledad del mundo,
que en definitiva no es sino su propia soledad.
Ahora bien, contrariamente a lo que muchos imaginan, la así llamada felicidad no tiene absolutamente nada en común con el matrimonio.
El matrimonio es tribulación y tormento que se debe sufrir calladamente.
Es un camino de espinas, una cruz que se debe llevar a cuestas con dolor y amargura.
Así las cosas, muy pronto la vida se torna mera costumbre y rutina, y al cabo, cuando se cierne la oscuridad sobre la redondez del mundo, te atrapa la tumba.
Esto para el hombre débil, que sólo por temor a la soledad y no por amor ha fundado un hogar.
En cambio para el hombre fuerte, que vive con grandeza y altura,
que sabe amar y sufrir y gobernar,
el matrimonio será siempre una alta enseñanza —una fuente inagotable de humanidad y sabiduría.
Un mundo siempre nuevo, cargado de revelaciones y descubrimientos.
Claro que todo depende de la suerte, y la verdad sea dicha,
pues en realidad, todo matrimonio es providencial. Es una fatalidad, un mandato del destino. No es cosa gratuita.
Por lo demás en los tiempos que corren, el matrimonio está de capa caída, es muy cierto;
pero así y todo parece que las parejas que se unen libremente, lo hacen en razón de motivaciones auténticas.
Y si desechan el matrimonio y lo consideran un mero formalismo burgués, allá ellos.
Sin embargo recuérdese que cualquier evasión es ne gación, pues en mundo en crisis no caben los experimentos, y lo único que importa es vivir experiencias.
¿Quién no se siente reconfortado y conmovido ante el espectáculo de esas parejas de adolescentes que se lanzan valientemente al matrimonio y se casan como Dios manda, con testigos y padrinos, con repiques de campanas y ramos de flores y todo lo demás?
Yo me siento conmovido.
Y si soy fanático partidario del matrimonio, es porque guardo el más profundo respeto por el hogar.
Pues ¿quién será aquel que se muestre ajeno al contenido del hogar, y reniegue así de su condición humana?
Si hay errantes y peregrinos, es porque recorren incesantemente los caminos en pos del hogar.
Un clavo retorcido, una astilla de madera, un objeto cualquiera, representa ya el hogar,
en la medida en que el referido objeto ansía un lugar.
¿Y qué es un lugar?
Un lugar, en definitiva, no es sino eso que se llama la patria; un cielo, una agua, una tierra.
Nadie podrá olvidar la significación del hogar, sino a riesgo de perder irremisiblemente su propia interioridad.
Pues el hogar es el solo hito que te permite identificar el lugar que ocupas en el mundo.

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