lunes, marzo 30, 2009

Esas locuras I


La locura no existe fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y de las formas de repulsión que la excluyen o la capturan, dice Michel Foucault en Locura y civilización. Contundente mirada que cuestionó —hace casi 50 años— la noción de la locura en la sociedad y que sirve de inicio a la primera parte de este texto, preámbulo, a su vez, de las tres historias de la segunda parte.

Cuando la palabra decide reposar en el lado de la locura, de lo socialmente insano que la mira, que le saca la lengua, vuelven en la memoria las lecturas universitarias de Foucault y aquel planteamiento de que no existe la locura en estado salvaje. El loco, desde esta mirada, “es” en una sociedad que lo alberga, en la palabra de otro que lo define como tal y desde la suma de convenciones sociales, que lo etiquetan, que lo nombran como anormal. Es loco estadísticamente, por tanto, el que se aleja del centro, para la izquierda o la derecha, para bien o mal social.

Estas palabras que se esconden bajo el pretexto de la locura pretenden hablar más allá de la psiquiatría y de aquel imaginario social que activa el pensamiento individual y colectivo —las más de las veces supersticioso— sobre la razón y la locura. En esa medida uno puede aproximarse a la locura como una manera de recoger las formas de la sensibilidad, “las santas y las profanas”, capaces de generar obra en el arte y las letras.

También desde aquella locura aislada en monasterios y hospitales que es también capaz, desde su propio lenguaje, de mover algo, de crear un más allá. Esta segunda es un homenaje a las formas de la repulsión, como diría Foucault, que la excluyen socialmente y que la capturan en instituciones.

Es así, el hecho de lo loco estuvo presente en la sociedad de varias formas, desde las dimensiones mágicas, malignas, estéticas, clínicas y cotidianas. El loco que crea, que lee mentes, que te embriaga con hechizos, el loco que caza dragones, que persigue molinos, en la certeza del beso de una Dulcinea que no llega. Esa locura revelación, manifestación romántica que nos regaló Cervantes con el Quijote y Shakespeare con el acto suicida de un Romeo, nos dejó tanto, abrió tantas puertas.

También está aquella otra locura irreverente que divertía con su hebefrenia a la corte de algún rey y que fue inspiración de otras obras. Ésa que perdió su aura mágica, primero por aquellos santos tribunales de la Edad Media y que luego, a partir del siglo XVII, fue formalmente excluida con la etiqueta de enfermedad, de falencia y que llevó a construir la noción de internamiento.

Probablemente fue en ese momento que la locura dejó de hablar e interpelar públicamente desde las artes, ya que fue callada por métodos, igual de locos, diseñados para arrancarla del cuerpo y del alma. Ahí surgieron el torno, las inmersiones en agua y tortuosas ruedas giratorias para que los demonios de la locura se escapen volando por los aires, mueran ahogados en aguas limpias y griten con las muelas perforadas. Luego las camisas de fuerza físicas y químicas se encargaron de anular y “planchar químicamente” al loco.

La locura entonces decidió vivir un silencio y nació el momento de esconderla, como aquello que socialmente debía ser excluido, pero el silencio impuesto no impidió que siguiera hablando, desde el privilegio que le otorgó siempre la certeza de su delirio, aquella que la llevó a incomodar y seguir incomodando a la verdad social más cuerda.

Aquella locura asociada a brujas y demonios, aquella locura irreverente contra lo socialmente establecido que definía lo normal y lo anormal, se planteaba transgresora. “Y sin embargo se mueve”, diría Galileo antes de ser condenado. Sin embargo, la locura habló y dejó una estela de arte y ciencia a su paso y lo sigue haciendo. Bien refería como ejemplo Foucault al decir que Lady Macbeth comenzó a decir la verdad cuando devino loca, irrisoria, falaz.

En el siglo XIX la locura fue reducida a un fenómeno natural, desde un modelo médico, fuertemente anclado en la ilusoria noción positivista de “la verdad del mundo”, “la verdad de los sentidos”, la que paradójicamente tiene la loca certeza de que el diagnóstico no se equivoca.

El siglo XX, con su devenir de ciencia y camisas de fuerza químicas, no impidió que surgiera, como Foucault llamaba, la gran protesta lírica ante la filantropía despreciadora de la psiquiatría frente al loco. Protesta que se expresó, por ejemplo, en la obra de los poetas dadaístas y surrealistas como Artaud o, más cerca nuestro, en la obra de Arturo Borda.

Es que el internamiento, el hospital, las etiquetas no serán capaces de aniquilar del todo la profundidad y el poder de revelación de la voz de aquel llamado loco. En esa medida, desde Foucault, el lenguaje último de toda locura es la razón, aunque envuelto en la imagen, en la apariencia y en el síntoma que la define. La razón forma, desde esta dimensión, con la apariencia una organización propia.

“…Fuera de la totalidad de las imágenes y de la universalidad del discurso, una organización singular, abusiva, cuya particularidad obstinada constituye la locura. A decir verdad, ésta no se encuentra por completo en la imagen, que por sí misma no es verdadera ni falsa, ni razonable ni loca, tampoco está en el razonamiento que es forma simple, no revelando más que las figuras indudables de la lógica. Y sin embargo, la locura está en la una y en la otra. En una figura particular de su relación” (Michel Foucault).

Ésta es la mirada que funda la ética individual planteada por Foucault, ética que se sostiene más allá de la etiqueta social, la norma estadística, la razón psiquiátrica. En esa medida, cada uno debe ser capaz de llevar su vida y el otro debe ser capaz de respetarla y admirarla.

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